Desde el principio Dios creó un mundo donde los seres humanos podían compartir una relación intima con Él. Desafortunadamente con la entrada del pecado, esta afortunada relación se trastornó y el mundo entero inició el rumbo hacia la destrucción. Desde entonces, no ha existido ninguna persona que haya atravesado esta vida sin pasar por el dolor, y eso incluye a Jesucristo. Como vivimos en un mundo caído que está dominado por el pecado, el resultado inevitable es dolor, heridas, insatisfacciones y soledad. Pero es importante que nos percatemos que son tiempos orquestados por Dios mismo para demostrarnos lo que hay en nuestros corazones (Dt. 8:2). Nuestra naturaleza pecaminosa, como resultado de la caída, produjo una mente entenebrecida (Ef. 4:18) con un corazón duro y engañoso (Jer. 17:9), y por ende, a menos que atravesemos por dificultades creeremos que estamos bien (Pr. 21:2). Es precisamente cuando los acontecimientos no son agradables, cuando son dolorosos o humillantes que el orgullo que se había mantenido escondido en nuestra mente se manifiesta. La misma mente entenebrecida nos lleva a la conclusión de que el dolor es evitable. Una evaluación aun casual pone en evidencia que la vida es dolorosa. Aun el famoso Aristóteles alguien que se fijaba y evaluaba la vida como filósofo, había dicho que el objetivo del sabio no es asegurar el placer, sino evitar el dolor. Nadie disfruta el dolor, sin embargo, nuestro sabio Dios sabe que es necesario para nuestro crecimiento. Pero al mismo tiempo, esta idea dista mucho de nuestra forma de pensar.
El dolor es saludable y necesario
Es el mismo dolor que nos abre el entendimiento a la realidad de que hay un bien y un mal, que existen injusticias y justicias, y es el mismo dolor que nos enseña que tenemos una enorme necesidad de alguien con la capacidad de aliviarlo y corregirlo. Aun los niños saben con cierta limitación si algo está mal, porque Dios ha puesto en el corazón de todos el sentido de justicia (Rom. 2:15). Nuestras mentes están tan entenebrecidas que el mismo mal que no queremos que nos ocurra, es lo que hacemos a otros sin reconocer que está mal hecho, y entonces, el ciclo del mal no solamente persiste sino que aumenta. Cuando evaluamos la vida objetivamente y al mismo tiempo leemos la Biblia, como los Salmos de David o los escritos de Jeremías, es evidente que la única esperanza que tenemos no viene de este mundo, sino de Dios. Sin embargo, necesitamos un árbitro (Job 9:33) que medie entre Dios y el hombre. La majestad y santidad de Dios está fuera de nuestro alcance, lo cual hace a Dios transcendente, pero al mismo tiempo, por Su gracia Él se ha hecho evidente acercándose a nosotras hasta el punto de incluso llegar a morar en nosotros los creyentes (Is. 57:15). Dios se hace tan evidente porque los cielos proclaman Su gloria (Sal. 19:1), no obstante, cuando estamos sufriendo no sentimos Su presencia. Nuestros corazones, de forma innata, reconocen que Dios es bueno y entonces Él no puede involucrarse en la maldad, y el Dios omnipresente parece distanciado, lo cual nos lleva a buscarlo al experimentar nuestra insuficiencia. Es imposible llenar un vacío que tiene el tamaño de Dios y ¡este mismo sentir de soledad nos empuja hacia nuestro redentor! Esa gran verdad nos lleva a exclamar como Pablo en Romanos 11:33 “Oh, profundidad de las riquezas y de la sabiduría y del conocimiento de Dios! ¡Cuán insondables son sus juicios e inescrutables sus caminos!” Como el príncipe de este mundo ha cegado nuestras mentes (Jn. 12:40) es a través del sufrimiento producido por las contradicciones entre lo que sentimos y lo que vivimos, que Dios revela Su presencia y aun en medio de dolor podemos tener gozo. Con la ayuda del Espíritu Santo hay un proceso por lo cual nosotros los creyentes renovamos nuestras mentes (Rom. 12:2), quitando las mentiras que hemos creído y reemplazándolas con la verdad (Rom. 1:25). Por eso Pablo nos enseña “para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien, esto es, para los que son llamados conforme a su propósito.” (Rom. 8:28). Pero el sufrimiento ofrece aun más; no es solamente que Dios se nos revela por el dolor y eventualmente aprendemos tener gozo, sino que el mismo sufrimiento es el camino de Dios para producir el gozo. Aun Jesús soportó la cruz por el gozo puesto delante de Él (Heb. 12:2). Entonces, el sufrimiento no es solamente para enseñarnos lo que hay en nuestro corazón sino que nos dirige hacia Dios, nos enseña buscar el gozo en medio del sufrimiento y produce el gozo en un corazón quebrantado y sin esperanza en el mundo, porque ha aprendido tener toda su esperanza en aquel que nos salva, este es Cristo. Como Sus pensamientos y Sus caminos no son como los nuestros sino que son mucho mas sabios (Is. 55:8-9), podemos confiar en el Todopoderoso, aquél que controla aun los sufrimientos para nuestro bien. Y si esto no fuera suficiente, nuestra reacción hacia el sufrimiento sería capaz de traer a otros hacia Él. Cuando nosotros sufrimos con confianza y gozo, lo cual es imposible hacer sin Cristo, otros se percatan que poseemos algo que ellos no tienen. El mismo sufrimiento con los ojos fijados en Jesús, produce menos dolor que cuando caminamos a solas. Los eventos no necesariamente cambian, lo que cambia es nuestra reacción a ellos. Cuando nuestra esperanza no está en la ausencia de dolor sino en la presencia de Dios en medio del adversidad, el sufrimiento no es algo sorprendente sino esperado. Nuestra confianza está en el hecho de que lo que ocurre será utilizado para nuestro bien (Rom. 8:28-29) y para que día a día nos parezcamos más a nuestro Redentor.