¿Conoces la historia del joven rico y Jesús? Supongamos que el pasaje narrado por Mateo, Marcos y Lucas ocurre en nuestros días. Un joven vestido al estilo de Armani, baja de su Ferrari, saca un fino pañuelo de su bolsillo y limpia un insignificante sucio de la carrocería. Al ver a Jesús, le pregunta: “Maestro bueno, ¿qué haré para heredar la vida eterna? Jesús le responde: ¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino solo uno, Dios. Tú sabes los mandamientos: «NO COMETAS ADULTERIO, NO MATES, NO HURTES, NO DES FALSO TESTIMONIO, HONRA A TU PADRE Y A TU MADRE». Y él dijo: Todo esto lo he guardado desde mi juventud. Cuando Jesús oyó esto, le dijo: Te falta todavía una cosa; vende todo lo que tienes y reparte entre los pobres, y tendrás tesoro en los cielos; y ven, sígueme” (Lc. 18:18– 22). Después de escuchar la respuesta de Jesús, el joven miró su reloj de diamantes, su resplandeciente automóvil, la rubia que lo acompañaba y se afligió mucho, pues no estaba dispuesto a perder su exuberante fortuna para seguir a Cristo. Jesús no pretendía convencer al joven de que se volviera filántropo para que pudiera alcanzar la vida eterna, más bien, buscaba revelarle lo que había en su corazón: un apego desmedido hacia el dinero y los bienes materiales que le impedía ver el estado agónico de su alma, arrepentirse de sus pecados y seguir al Único que podría darle salvación. A numerosos creyentes les sucede lo mismo que al joven rico de esta historia. Quieren la salvación, pero no al Salvador. Quieren las dádivas, no al Dador. Se llaman cristianos, mas no piensan ni actúan como cristianos. Cierran sus oídos a la sana doctrina y prefieren ir tras falsos maestros que predican comodidad y holgura antes que arrepentirse sinceramente de sus pecados para andar por el camino angosto que lleva a la vida. Estas personas creen que son salvas porque un día declararon la oración del pecador y recibieron a Jesús como Salvador de sus vidas, pero no es así de fácil como se obtiene el perdón de los pecados y la vida eterna. El pastor John MacArthur, en su libro La verdad sobre el perdón, dice que “el Reino de Dios es para los que agonizan por entrar en él; para los que tienen sus corazones destrozados por el pecado; para los que lloran en mansedumbre, para los que tienen hambre y sed de justicia y anhelan que Dios cambie sus vidas”. No hay nada de malo en declarar una oración, pero eso no produce salvación verdadera. Por largo tiempo, yo creí que tenía el cielo ganado. Servía en el templo, hacía obras de caridad, predicaba el evangelio y cumplía con mis obligaciones cristianas, sin embargo, no me había arrepentido genuinamente de mis pecados porque no tenía conocimiento de la verdad, estaba en un lugar equivocado escuchando un evangelio fraudulento. Nancy DeMoss Wolgemuth, en su libro En busca de Dios, dice que el mayor problema de muchísimas personas que se sientan en las bancas de las iglesias semana tras semana es que jamás han nacido de nuevo. “Están vivas físicamente, pero muertas espiritualmente. Son religiosas, pero no son justas. Profesan algo con sus labios que no poseen en sus vidas”. Jesús no vino a construir ostentosos templos ni a enseñar estrategias para acumular riquezas. Él vino a morir por nuestros pecados. “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia” (Jn. 10:10). Los que enseñan el evangelio de la prosperidad, la felicidad y el lujo hacen que las personas anhelen insaciablemente todo lo que ven, que se envanezcan con sus logros y posesiones y que piensen en cómo ganar dinero y en cómo disfrutar de esta breve vida más que en la urgente necesidad de arrepentirse de sus pecados para obtener el perdón de Dios y ganar una relación eterna con Jesucristo (Mr. 4:19). “¡Qué difícil es que entren en el reino de Dios los que tienen riquezas!”, dijo Jesús compadeciéndose del joven rico mientras lo veía alejarse de Él. “Los que oyeron esto, dijeron: ¿Y quién podrá salvarse? Y Él respondió: Lo imposible para los hombres, es posible para Dios” (Lc.18:26-27). Jesús no está diciendo aquí que las personas que poseen fortunas no irán al cielo por el mero hecho de ser ricas. Él está enseñando que los que aman sus logros y posesiones carecen de la fe verdadera, la que produce arrepentimiento sincero y lleva a la salvación (2 Cor. 7:10).
Caminando en sumisión diaria
Nadie puede guardar los mandamientos de Dios de manera perfecta. Hay personas que piensan que como no han matado, no han robado, no han cometido adulterio, y de vez en cuando ayudan al pobre, irán al cielo (lo mismo que creía el joven rico). El asunto es que los que piensan de ese modo no han entendido que la justificación es por la sola gracia, mediante un acto de fe en Jesucristo. La salvación no se alcanza por méritos propios. Se trata de rasgarnos el corazón por el intenso dolor que nos produce pecar contra Dios. Se trata de clamar por misericordia reconociendo nuestro estado de condenación e incapacidad para salvarnos. La fe que salva es una confesión de pecado; un gemido de súplica: “«Dios, ten piedad de mí, pecador»” (Lc. 18:13). La salvación de nuestras almas es un regalo inmerecido. Costó la sangre de Cristo. Una vez que hemos sido redimidas del pecado, determinamos con profundo agradecimiento caminar en sumisión diaria a Dios y Su Palabra. No debemos jactarnos ni creernos mejores que los demás por haber alcanzado misericordia. Al contrario, la salvación de nuestras almas debe humillarnos, porque si no fuera por la gracia del Señor estaríamos destinadas a la ira de Dios (Rom. 2:5). La reflexión aquí queda hermosamente expresada en las icónicas palabras del salmista: “Los sacrificios de Dios son el espíritu quebrantado; al corazón contrito y humillado no despreciarás tú, oh Dios” (Sal. 51:17). Dios se agrada en el humilde, en aquel que reconoce sus trasgresiones y sabe que necesita día tras día la gracia de Dios para abandonar su pasada manera de ser. Vivir contritas y humilladas es vivir como Jesús vivió. Aunque Él nunca pecó, vivió con el corazón quebrantado y el espíritu contrito; en absoluta obediencia y sumisión a la voluntad del Padre. “Porque he descendido del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me envió” (Jn. 6:38). El sacrificio de Cristo por amor a una humanidad pecadora y condenada a la ira de Dios produce un gozo tan grande en la vida de los creyentes que ya no viven más para sí mismos, “sino para aquel que murió y resucitó por ellos” (2 Cor. 5:15). Cuando nuestros corazones están contritos y humillados los placeres del mundo pierden su encanto, renunciamos a nuestra vieja manera de vivir y nos negamos a nosotras mismas; ahora lo que Dios demanda está por sobre lo que sentimos y queremos. Jesús enseñó que el camino al cielo es angosto y la puerta estrecha. Llegar hasta allá es una experiencia de humildad y sumisión diaria, donde amamos a nuestro Padre celestial con todo el corazón y con todo el entendimiento y con todas las fuerzas, y al prójimo como a nosotras mismas. Esto es más que todos los holocaustos y los sacrificios (Mr. 12:33).