Una vez oí a un predicador decir que la humildad es la única virtud que, si crees que la tienes, no la tienes. Esto es erróneo ―como verás dentro de un momento―, pero hay otro inconveniente. Este punto de vista también es desalentador, ya que cualquier virtud ―incluida la humildad― está destinada a ser disfrutada en el presente por la persona que la practica.
Ejemplos bíblicos de humildad
Pablo nos dice que la piedad tiene valor para nosotros en esta vida, no solo en la próxima (1Ti 4:8). La santidad aporta beneficios temporales, no solo ventajas eternas. En pocas palabras, la virtud es apropiadamente autosatisfactoria. Cuando hacemos cosas buenas, nos sentimos bien por haberlas hecho. La bondad precede ―y finalmente conduce― a la felicidad. Sin embargo, si el predicador tuviera razón, nunca podríamos disfrutar de la virtud de la humildad, ya que en el momento en que empezáramos a sentirnos satisfechos con nuestra propia rectitud, anularíamos su bondad. Es extraño.
También hay una preocupación textual. Jesús dijo que era “manso y humilde de corazón” (Mt 11:29). Pablo dijo a los ancianos de Éfeso que, mientras estuvo entre ellos, había servido al Señor “con toda humildad” (Hch 20:19). Tanto Jesús como Pablo llamaron la atención sobre su humildad; sin embargo, en opinión de este predicador, sus autoevaluaciones habrían sido inexactas. De nuevo extraño.
He aquí el problema. El comentario del pastor se basaba en un malentendido común: que la verdadera humildad conlleva la autodenigración. Obviamente, ni Jesús ni Pablo se denigraron a sí mismos, aunque por su propia admisión eran humildes. Pablo no dijo que fuera un mal apóstol. Más bien dijo que le imitáramos como él imitó a Cristo (1Co 11:1). La humillación de uno mismo es falsa humildad.
¿Qué es, entonces, la verdadera humildad?
Como muchas virtudes, la humildad no se define en la Biblia. Más bien, se describe. Pablo dice a los filipenses: “No hagan nada por egoísmo o por vanagloria, sino que con actitud humilde cada uno de ustedes considere al otro como más importante que a sí mismo” (Fil 2:3). A continuación cita la encarnación como ejemplo supremo de humildad. El Verbo descendió. Jesús, el siervo sufriente, se rebajó hasta la muerte.
La humildad bíblica, entonces ―y el orgullo, a la inversa― describe dónde te colocas activamente en relación con los demás. Las personas humildes “se rebajan”. Las personas orgullosas son “engreídas”. La gente humilde se baja y se quita del centro. Las personas orgullosas hacen lo contrario. Esta relación superior/inferior es clave para entender la humildad bíblica.
Aquí está la pauta simple: para desarrollar la humildad, no te eleves en relación a los demás, y no bajes a los demás en relación a ti. Más bien, haz lo contrario. Eleva a los demás “por encima” de ti, y automáticamente estarás ocupando el puesto inferior por debajo de ellos. En lugar de sentarte a la cabecera de la mesa, Jesús dijo, siéntate a los pies de la mesa (Lc 14:8-11). Ponte bajo. Aléjate del centro. Eso es humildad.
Las formas en que el orgullo levanta su fea cabeza en nuestras vidas son muchas. Algunas son obvias. Alardear o exaltarnos, sobre todo a costa de los demás; anteponer nuestras propias necesidades; menospreciar a los demás mediante la condescendencia, la crítica o el juicio habituales; insultar; interrumpir con frecuencia; mostrar aires de prepotencia; insistir constantemente en tener la última palabra en una disputa… casi siempre son esfuerzos que menosprecian a los demás y nos encumbran a nosotros.
A veces, sin embargo, los síntomas del orgullo son tan sutiles que se nos escapan si no estamos atentos. No querer que nos corrijan, no querer admitir que nos equivocamos, no querer disculparnos, no querer perdonar… todo ello es negarse a ocupar un puesto inferior. Cada vez que se nos desprecia ―o que se ensalza a otros a nuestra costa―, nuestro orgullo se defiende para volver a colocarnos en lo más alto.
En cada uno de los casos anteriores, la humildad hace lo contrario. Las personas humildes no se colocan en el centro del mundo, sino que ceden el protagonismo a los demás. Carecen de pretensiones y presumen de los demás, no de sí mismas. Son enseñables, están dispuestas a aceptar consejos y a recibir correcciones sin oponer resistencia ni ponerse a la defensiva. Cuando se equivocan, lo admiten. Cuando se les daña, perdonan. Cuando ofenden a otros, se disculpan, independientemente de cómo les hayan ofendido. Orar es un acto de humildad, como lo es alabar: cada uno es una expresión de nuestra posición inferior ante Dios.
Jesús fue nuestro ejemplo supremo de humildad. Se rebajó. Se quitó del centro. Como humilde siervo de la humanidad, se centró primero en las necesidades de los demás y, en última instancia, murió como un vulgar criminal por nosotros. Sigue el ejemplo de Jesús. No te exaltes. No te pongas en el centro. En lugar de eso, pon a otros allí. Ponte bajo y fuera del centro. Entonces algún día podrás decir: “Te serví con toda humildad”.
Publicado originalmente en Stand to reason.