En nuestro dolor sabemos que Dios no está ausente, sin embargo, en nuestro dolor también nos preguntamos si Dios está presente. O quizás, más precisamente, nos preguntamos cómo está Dios presente. En tiempos de gran dolor o de oscura incertidumbre nos aferramos a la realidad de que Dios es un Padre amoroso que nos ha acogido en Su familia. Somos Sus hijos amados. Nos apegamos y meditamos en la promesa de que nunca dejará ni abandonará a Sus amados. Él nos preservará hasta el final. Nos aferramos al conocimiento de que incluso nuestras peores experiencias están siendo utilizadas de alguna manera para lograr algo beneficioso —para los que aman a Dios, todas las cosas cooperan para bien (Rom. 8:28). Reflexionamos sobre la esperanza segura e inamovible de que Cristo volverá y en ese día pondrá fin a todo dolor y pena. Él corregirá todo lo que está mal. Pero también recordamos que a veces disciplina a los que ama. Recordamos que un buen Padre a veces debe ejercer una disciplina amorosa hacia Sus amados hijos. Recordamos que a menudo hay consecuencias justas debido a las acciones injustas. Dios le aseguró a Pablo darle de Su poder y presencia, pero también le dio un aguijón en la carne para mantenerlo humilde, para evitar que cayera en una espiral de muerte espiritual. Dios nos llama a confesar nuestros pecados para que podamos ser sanados, un reconocimiento de que a veces nuestra enfermedad y sufrimiento puede ser una consecuencia divinamente ordenada por el pecado (Stg. 5:14). “¿Qué hijo hay a quien su padre no discipline?” (Heb. 12:7). El sufrimiento de hoy, el dolor de hoy, la aflicción de hoy, ¿es esto simplemente una parte de la dificultad de vivir en un mundo manchado por el pecado, un mundo donde las consecuencias del pecado afligen nuestros cuerpos, nuestras mentes y nuestras almas? ¿O es una especie de advertencia divina, un castigo divino destinado a interrumpir el pecado y dirigirnos de nuevo al camino que es derecho y estrecho? Pensando sobriamente en nuestros momentos más difíciles, a menudo no podemos evitar preguntarnos estas cosas. ¿Necesito arrepentirme o simplemente debo soportar? ¿Necesito pedirle a Dios que me dé entendimiento para ver y reconocer mi pecado, o necesito pedirle a Dios que me ayude a llevar esta carga? Al final, puede que nunca lo sepamos del todo. Pero parece claro que cuando sufrimos, debemos prepararnos para soportar aun cuando también nos sometamos al autoexamen. Cuando estamos enfermos y sufriendo, deberíamos dedicarnos a pedirle a Dios que nos revele cualquier pecado que estemos albergando, mimando, rehusando a reconocer o rehusando a darle muerte. Puede ser que no haya ninguno. Pero puede ser que descubramos algo que no hemos querido o no hemos podido ver, no hemos querido admitir y por lo cual debemos arrepentirnos. Y entonces soportamos. Soportamos con alegría. Soportamos con paciencia. Soportamos con confianza. Soportamos con la confianza de que Dios es bueno. Soportamos y confiamos en que de alguna manera Dios está trabajando incluso en esto para conformarnos más y más a la imagen de Su precioso Hijo.