Al dirigirse a las iglesias que plantó y con las que estuvo estrechamente involucrado, Pablo continuamente les habló de un tema: la humildad. Para él, la humildad era un tema de suma importancia para la salud, unidad y continuidad de la iglesia, pues sabía que el pecado del orgullo nunca estaría lejos de los cristianos. Hablando de su propia experiencia, entendía que Satanás buscaría dividir y destruir la iglesia por medio de personas enorgullecidas que intentarían utilizar la enseñanza y el ministerio para su propia ganancia y exaltación. Por ello, les dijo que la única manera en que la iglesia se mantendría unida, creciente, bajo un liderazgo bíblico a fin de dar testimonio al mundo, sería por medio de fomentar una cultura y convicción de humildad entre la congregación.

El orgullo destruye: el liderazgo

Pablo instruyó a Timoteo que al establecer ancianos en la iglesia no nombrara recién convertidos, pues, de lo contrario, podría verse tentado a una falta en particular: «No un neófito, no sea que envaneciéndose caiga en la condenación del diablo» (1 Ti. 3:6). ¿Cuál fue la condenación del diablo? El orgullo, esto es, el deseo de liberarse del señorío de Dios a toda costa. Cuando el diablo tentó a Eva a comer del fruto del árbol prohibido, lo hizo para que le fueran abiertos sus ojos, a fin de ser «como Dios» (Gn. 3:5) y así quedar libre del gobierno del Señor. Como reflejo de la condenación del diablo, si ella llegara a saber el bien y el mal, podría hacer lo que bien le pareciera, independiente del Señor. El orgullo, siendo el deseo de vivir independiente del Señor y superior a los demás, es sumamente terrible. A tal grado, que Pablo lo nombró a la par de la fornicación y el homicidio (Ro. 1:29-30). Por eso, sabía que, si Timoteo elegía a una persona orgullosa a formar parte del liderazgo en la iglesia, tendría efectos devastadores. Ya que es un pecado que fácilmente puede ser enmascarado y escondido, y generalmente está firmemente arraigado en el alma, Pablo le recomendó que no buscara a un hombre que acabara de llegar a Cristo, sino uno que hubiera tenido tiempo amplio para identificar y combatir contra el orgullo en su vida. De lo contrario, el puesto de pastor en la iglesia lo perjudicaría trágicamente, tanto a él como a la congregación. Hoy en día, el peligro sigue latente. El orgullo tiene el potencial de envenenar y destruir el liderazgo de cualquier iglesia. Según los escritos de Pablo, normalmente comienza por medio de personas que «se alaban a sí mismos… comparándose consigo mismos» (2 Co. 10:12). Y poco a poco, a veces discretamente, llegan a utilizar a la congregación para satisfacer su necesidad de adulación y admiración. Ellos: «se exalta[n] a sí mismo[s]» (2 Co. 11:20). Tristemente, si esto continúa, «envanecidos» (1 Co. 4:18), llegan a convertir la predicación y la enseñanza en momentos para enaltecerse sobre los demás: «Predican… por envidia y rivalidad… por ambición personal» (Fil. 1:15, 17). Su ministerio de liderazgo se centra en ellos mismos y sus necesidades. Al final, dejan de ver a la iglesia como un cuerpo al cual servir y la perciben como una comunidad de la cual beneficiarse. Un liderazgo bíblico es muy diferente. Está compuesto por gente que reconoce que sin Dios seguirían siendo lo más vil del mundo, y que no tienen de qué «jactarse delante de Dios» (1 Co. 1:29). Entienden que son instrumentos indignos para velar por el bien de la iglesia y que su llamado les es encomendado por pura misericordia (2 Co. 4:1). No están en el liderazgo para «buscar gloria de los hombres» (1 Tes. 2:6) ni para agradarse a sí mismos (Ro. 15:1), sino para servir irreprensiblemente, con amor sincero, a Dios y a su rebaño (1 Co. 13:3). Como Pablo, los líderes fieles viven de tal manera que pueden pararse delante de su iglesia local y, habiendo expuesto su proceder, decir: «Yo soy humilde entre vosotros» (2 Co. 10:1). Buscan llevar acabo su ministerio, sacrificando sudor, sangre y lágrimas, con el único fin de glorificar a Dios y servir a la iglesia, aunque las personas los desprecien y abandonen: «Nos fatigamos trabajando con nuestras propias manos; nos maldicen, y bendecimos; padecemos persecución, y la soportamos. Nos difaman, y rogamos; hemos venido a ser hasta ahora como la escoria del mundo, el desecho de todos» (1 Co. 4:12–13). Entienden que no están en la congregación para servirse, sino para darse por los demás, y ven sus dificultades y dolencias como aguijones en la carne a fin de no enorgullecerse (2 Co. 12:7–10).

El orgullo destruye: la unidad

El orgullo entre la congregación es igual de letal que el orgullo en el liderazgo. Si las personas en la iglesia buscan elevarse sobre los demás, sintiéndose superiores a su prójimo, ahorcarán la vitalidad de la iglesia y crearán una congregación débil y vulnerable. Una de las peores cosas que le pueden suceder a una iglesia es la práctica continua de rencores, riñas y rumores entre los miembros. Si se fomenta la altivez, se impulsa la arrogancia y se crean patrones de favoritismo, la iglesia no disfrutará de unidad, y, consecuentemente, será una presa fácil para cualquier ataque del enemigo y para todo tipo de ideologías y doctrinas erróneas que buscarán plantarse y florecer bajo la sombra de agentes soberbios (Ef. 4:13-14). Pablo, conociendo los peligros de una iglesia desunida, les imploró que continuamente practicaran la humildad. Filipenses 2:3-4 resume su enseñanza de la siguiente manera. Primero, les rogó que no se enfocaran en sus propios intereses, cosa que terminaría creando pleitos y problemas: «Nada hagáis por contienda o por vanagloria» (Fil. 2:3). Junto con ello, les animó a ver a los demás como superiores y más importantes a uno mismo, creando así una iglesia cuyos miembros se interesaban sinceramente por las demás personas: «Antes bien con humildad, estimando cada uno a los demás como superiores a él mismo» (Fil. 2:3). Finalmente, les exhortó a mirar por el bien de los demás, buscando maneras prácticas para velar por los intereses ajenos: «no mirando cada uno por lo suyo propio, sino cada cual también por lo de los otros» (Fil. 2:4). Una iglesia que practica la humildad como reflejo de su nueva vida en Cristo, será una congregación interesada por el bien, los asuntos, la familia, el bienestar, la santidad y el gozo de cada uno de los miembros. Andando «como es digno de la vocación… con toda humildad y mansedumbre» (Ef. 4:1-2), será un cuerpo bien unido, pues nadie tendrá «más alto concepto de sí que el que debe tener» (Ro. 12:3). Sus miembros no se llenarán de arrogancia, sino que cuidarán su testimonio de amor hacia Dios y su prójimo (Ro. 11:18-20). En esencia, uno de los aspectos cruciales para la salud de la iglesia es que las personas vivan unánimes, buscando apoyar y bendecir a los demás antes de a uno mismo (Ro. 12:16). Cualquiera puede velar por sus propios intereses, pero en Cristo «ninguno de nosotros vive para sí, y ninguno muere para sí» (Ro. 14:7).

El orgullo destruye: el crecimiento

Una de las características del orgullo es la apatía a crecer espiritualmente. Una persona soberbia normalmente piensa que su alma está satisfecha y no necesita más amor, paciencia, mansedumbre y dominio propio. Ve a su alrededor las carencias en las vidas de sus compañeros y rápidamente puede señalarlas, pero rara vez se ve a sí mismo y reconoce sus fallas (Mt. 7:1-6). Frecuentemente, este tipo de actitudes da lugar a iglesias desinteresadas en el crecimiento espiritual serio y la madurez en santidad genuina. Se reúnen personas que se creen decentes y modestas y no pecadores que necesitan de la gracia del Señor diariamente. Por eso, Pablo recordó a las iglesias que debían vestirse: «como escogidos de Dios… de humildad» (Col. 3:12). Es decir, evidenciarían su cristianismo al desvestirse de orgullo y arrogancia y, en vez de ello, arroparse de humildad y amor. Para él, una iglesia sana está compuesta de personas que se interesan por el crecimiento de los demás (Gál. 6:1-2), comenzando por un compromiso serio a crecer en lo individual (Ro. 12:1-4). Como una madre atenta que se alegra en ver crecer a sus hijos gracias a sus innumerables esfuerzos y fatigas, sus miembros se llenan de gozo y gratitud al ver cómo Dios transforma y restaura vidas por medio de Su Palabra, y continúa obrando en ellas por el resto de sus vidas. Eso es precisamente lo que llenaba a Pablo de alegría y lo animaba a continuar luchando diariamente. Al ver que sus seguidores crecían en conocimiento de la voluntad de Dios, amaban a sus hermanos, luchaban contra el pecado y vivían en obediencia, ¡se emocionaba enormemente! A la iglesia en Tesalónica dijo: «Nos gloriamos de vosotros en las iglesias de Dios» (2 Tes. 1:4). Y a Corinto, una iglesia llena de problemas y pleitos pero que poco a poco avanzaba en santidad y madurez, les escribió: «Mucho me glorío con respecto de vosotros» (2 Co. 7:4).

El orgullo destruye: el testimonio

El mundo espera que las personas sean orgullosas por defecto. Alguien que se comporta humildemente, que busca el bien de los demás sin desear nada a cambio y que se interesa genuinamente por el crecimiento y éxito de otros, es sumamente extraño. Pero esa es precisamente la manera que el mundo sabrá que somos seguidores de Jesús: porque nos amamos unos a otros de manera sacrificial e intencional (Jn. 13:34–35). Daremos evidencia de que somos hijos de Dios al buscar humildemente el bien y la bendición de los demás, aun cuando sean nuestros enemigos y opositores (Mt. 5:39-48). Para Pablo, una de las mejores maneras de dar testimonio era por medio de iglesias cuyos miembros se amaban y cuidaban entre sí, tal como los miembros del cuerpo humano se interesan unos por otros (1 Co. 12:12). A tal grado que, si un incrédulo entrara en la reunión, viera un cuerpo unido, en la que los ricos y pobres se quieren, políticos y mecánicos comparten del mismo pan, doctores y albañiles se preocupan por el crecimiento espiritual uno del otro, y así, con palabras y vidas, se predica y enseña la Palabra, entonces diría: «Verdaderamente Dios está entre vosotros» (1 Co. 14:24). En cambio, si viera una congregación desunida, orgullosa, en donde se muerden y comen unos a otros con tal de sobresalir sobre los demás (Gál. 5:15), no creería, sino que diría: «Estáis locos» (1 Co. 14:23). En corto: la humildad embellece el evangelio y da evidencia de su efecto transformador, mientras que el orgullo lo opaca y silencia.

Alberto Solano

Alberto Solano, estudió la Maestría en Divinidad y la Maestría en Teología con énfasis en Nuevo Testamento en The Master´s Seminary. Su afinidad por los idiomas bíblicos lo llevaron a ser profesor de griego en la misma institución. Ha colaborado como escritor de varios artículos y conferencista en diversos círculos académicos. Actualmente es pastor de la Iglesia Comunidad Bíblica en Guadalajara, México, y profesor del Seminario Bíblico Palabra de Gracia. Alberto está casado con Kathy y actualmente tienen dos hijas.

Artículos por categoría

Artículos relacionados

Artículos por autor

Artículos del mismo autor

Artículos recientes

Te recomendamos estos artículos

Siempre en contacto

Recursos en tu correo electrónico

¿Quieres recibir todo el contenido de Volvamos al evangelio en tu correo electrónico y enterarte de los proyectos en los que estamos trabajando?

.