La muerte es una realidad incuestionable para todo ser humano. El hombre muere, y dicho fin es indiscutible. Ya el sabio Salomón se refirió a esta verdad cuando afirmó que “mejor es ir a una casa de luto que ir a una casa de banquete”, porque la muerte “es el fin de todo hombre, y al que vive lo hará reflexionar en su corazón” (Ec 7:2). El gran predicador reconoció que, tarde o temprano, nuestra casa se vestirá de luto y es de sabios reflexionar ante ella. La muerte nos acecha constantemente, nos angustia y lloramos. ¿Cómo, pues, podemos vivir con valor y esperanza ante esta tragedia?
El aguijón de la muerte
La Biblia describe al pecado como el aguijón de la muerte. Es decir, que la muerte sucede por causa del pecado. El ser humano muere desde que el pecado entró en el mundo por Adán. Pero no solo el ser humano, sino toda la creación está sujetada a la corrupción del pecado (Ro 8:21). En el primer libro de la Biblia, leemos que Dios advirtió de la muerte a Adán diciendo: “Del árbol del conocimiento del bien y del mal no comerás, porque el día que de él comas, ciertamente morirás” (Gn 2:17). Adán y Eva no debían comer de ese árbol, porque su desobediencia los llevaría a la muerte. Y así sucedió. A causa de su pecado, Dios maldijo la tierra diciendo: “Maldita será la tierra por tu causa” (Gn 3:17) y dijo al hombre: “Polvo eres, y al polvo volverás” (Gn 2:19). Dios cumplió Su palabra, y Adán murió (Gn 5:5). El pecado trajo la muerte.

Por eso, el apóstol Pablo dijo que el aguijón de la muerte es el pecado (1Co 15:56). El pecado, como si fuera un instrumento punzante que inflige dolor, nos conduce a la muerte. La Biblia usa la palabra “aguijón” para describir dolor, castigo y dominio. Por ejemplo, en Apocalipsis 9:10 se usa para representar el poder de hacer daño a los hombres. En muchas ocasiones, el término también se asocia con su efecto mortal. Por tanto, el pecado aguijonea, ejerce dominio sobre nosotros y, como veneno mortal, su paga es la muerte. Como dice Romanos 6:23: “Porque la paga del pecado es muerte”. Esta es la terrible condición natural de todo ser humano.

Sin embargo, “la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús Señor nuestro” (Ro 6:23). Dios revertió la situación del hombre mediante su Hijo, la simiente prometida, Jesucristo, el Hijo de David, el último Adán. Por medio de Su vida, muerte y resurrección, Dios otorga justificación y vida eterna a los que están en Cristo, es decir, a los que creen en Él. La vida de Cristo en justicia perfecta es la evidencia de nuestra justificación. Su muerte en pago sustitutorio cancela nuestra deuda y nos redime de nuestros pecados. Y Su resurrección en poder nos vivifica para vida eterna. Por medio de Su muerte y resurrección, Cristo venció la muerte, y Dios lo coronó de gloria y de honra (Heb 2:9). Él destruyó el poder de la muerte. Esta no pudo retenerlo (Hch 2:24). Y así Cristo libró a todos los que estábamos bajo el aguijón de la muerte. De este modo, “así como en Adán todos mueren, también en Cristo todos serán vivificados” (1Co 15:22). Esta certeza nos infunde valor y aliento a los que estamos en Cristo. Nos imparte gozo y alegría aun bajo el umbral de la muerte.

La destrucción de la muerte
En segundo lugar, tenemos la seguridad de que pronto llegará el día cuando Dios “enjugará toda lágrima de [nuestros] ojos, y ya no habrá muerte, ni habrá más duelo, ni clamor, ni dolor, porque las primeras cosas han pasado” (Ap 21:4). Dios hará nuevas todas las cosas conforme a Sus propósitos. Creará un cielo nuevo y una tierra nueva donde ya no habrá muerte, y se cumplirá lo dicho por el profeta Isaías: “Él destruirá la muerte para siempre; el Señor Dios enjugará las lágrimas de todos los rostros” (Is 25:8).

El apóstol Pablo alude a la destrucción de la muerte de una manera anticipada en la vida del creyente en Cristo. Cuando el Señor venga a recoger a Su iglesia, nuestro cuerpo corruptible y mortal será transformado en incorruptible e inmortal, y sucederá “la palabra que está escrita: ‘Devorada ha sido muerte en victoria […]’” (1Co 15:54). La muerte será destruida, tragada, absorbida (2Co 5:4), porque ya no tendrá poder ni dominio sobre el creyente. Pablo cita al profeta Isaías para explicar la victoria del creyente sobre la muerte anticipando su destrucción, pero no se refiere aquí a su abolición final como enemigo de Dios. Mientras que Isaías anuncia la salvación de Dios y profetiza la destrucción de la muerte para siempre, Pablo proclama la victoria del creyente sobre la muerte. El profeta afirma que Dios destruirá la muerte “para siempre” (Is 25:8), y Pablo declara que la muerte es destruida “en victoria”.
Por tanto, la muerte será destruida definitiva y absolutamente, pero dicha muerte es anticipada con la victoria del creyente en Cristo sobre ella cuando sea glorificado. Por eso, el apóstol prorrumpe en gozo exultante: “¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?” (1Co 15:55). Aunque el pecado sea el aguijón de la muerte, en Cristo tenemos victoria sobre la muerte, por tanto, “a Dios gracias, que nos da la victoria por medio de nuestro Señor Jesucristo” (v 57). Regocijémonos y alegrémonos en la salvación de Dios. Somos más que vencedores en Cristo Jesús, nuestro Señor.

Firmes y constantes
Finalmente, y como consecuencia de lo anterior, permanezcamos firmes y constantes viviendo con valor y esperanza en el Señor. Sea cual sea la circunstancia, en medio del dolor o a las puertas de la muerte, recuerda que tienes en Cristo una victoria segura y firme. Así concluye el apóstol Pablo el capítulo 15 de 1 Corintios, el cual es descrito por muchos comentaristas como la corona de la carta, diciendo: “Estén firmes, constantes” (1Co 15:58). La exhortación final es a permanecer firmes, bien arraigados y cimentados, estables. El término constantes significa inamovible, algo que no puede ser conmovido. Por tanto, somos llamados a permanecer firmes, sin tambalear. Frente a los vientos de la duda o los desalientos de la vida, seamos constantes en la verdad de Dios. No nos dejemos llevar por las opiniones del mundo, ni por nuestros propios pensamientos carnales, sino que permanezcamos anclados en el evangelio de Cristo y la victoria sobre la muerte que tenemos en Él.
Esta firmeza y constancia se manifestarán en nuestras vidas en la medida en la que aumenta nuestro servicio al Señor y nuestra esperanza en Él. Además, nuestra firmeza y constancia se manifestarán también por medio de nuestra esperanza en el Señor, porque reconocemos que nuestro “trabajo en el Señor no es en vano” (1Co 15:58). Como creyentes en Cristo, debemos saber y ser conscientes de que nuestra vida cristiana nunca es en vano. Aun cuando sea agotador, o haya sufrimiento o aflicción, persecución o adversidad, nuestro servicio al Señor nunca será inútil. No será algo vacío o sin fruto. Puede ser fatigoso y sufrido, cansado y angustiante, pero ten la certeza de que todo lo que hagas en el Señor, por amor y obediencia genuina a Él, jamás será en vano. Esta esperanza es la que llevó al apóstol Pablo a decir “cada día estoy en peligro de muerte” sirviendo al Señor (1Co 15:31). Gracias a Dios podemos vivir firmes y constantes sabiendo que Él nos ha dado la victoria por medio de Cristo, y ya no habrá muerte.

Conclusión
¿Estás viviendo con valor y esperanza? Frente a la verdad de Dios, ¿puedes decir como Pablo que para ti el morir es ganancia? ¿O todavía vives condenado por tu propio pecado? ¿Has creído en el sacrificio del Hijo de Dios, Jesucristo, para pagar por tu pecado? ¿Tienes la certeza de que Él ha resucitado para que tú seas vivificado? ¿Has recibido por la fe en Cristo la dádiva de Dios para vida eterna? Si es así, entonces, puedes vivir con valor y esperanza. Porque, como dijo el puritano inglés del siglo diecisiete, Thomas Watson: “La muerte para un creyente es crepusculum gloriae [el crepúsculo de la gloria], el amanecer del brillo eterno”. Aunque el pecado es el aguijón de la muerte, Dios nos da la victoria por medio de Cristo. La destrucción de la muerte está sentenciada, ¡ya no habrá muerte! Vivamos, pues, firmes y constantes, sirviendo al Señor con denuedo, anclados en la esperanza del evangelio.