En los días previos a la muerte de mi hijo Daniel, quien tenía tres años, Dios me aseguró profundamente Su misericordioso cuidado para mi familia y para mí. Una noche, me senté a solas con mi hijo en la unidad de cuidados intensivos, con la Biblia en la mano. Sabiendo que le quedaban pocos días, mi corazón estaba abrumado por el dolor. Sentía el pecho oprimido, como si el peso de la pérdida inminente me oprimiera con más fuerza a cada momento. Buscaba desesperadamente una palabra de Dios.
Sin saber a quién acudir, abrí mi Biblia y me encontré en Isaías 53. Mis ojos se posaron inmediatamente en estas palabras: “Él llevó nuestras enfermedades, y cargó con nuestros dolores” (Is 53:4). Las palabras de Isaías bañaron mi angustiado corazón como una lluvia suave sobre tierra reseca, trayendo el alivio que tanto necesitaba y una renovada sensación de la presencia reconfortante de Dios en mi angustia.
Pero aquella misericordia nocturna no duró mucho.
Varios días después, cuando llegó la hora de la muerte de Daniel, mi esposa y yo nos arrodillamos junto a su cama, orando y tratando de confortar a nuestro hijo. El dolor me oprimía el corazón, pero confiaba en la providencia de Dios mientras sostenía el brazo de Daniel y le pasaba suavemente los dedos por el pelo. Pero cuando su corazón latió por última vez, me sorprendió ver que mi consuelo había desaparecido, dejándome abrumado “sobremanera, más allá de [mis] fuerzas, de modo que hasta [perdí] la esperanza de salir con vida” (2Co 1:8). En las horas que siguieron, luché por comprender cómo la sensación de la cercanía de Dios podía dar paso tan rápidamente a un sentimiento de abandono de Dios.
¿Cómo interpretar experiencias tan paradójicas? La seguridad parece inseparable de la presencia reconfortante de Dios, mientras que la duda parece inevitable cuando nos sentimos abandonados por Él.
Siempre una luz
En El Señor de los anillos, mientras Sam y Frodo caminan penosamente por la desolada tierra de Mordor, agobiados por la sombra y al borde de la desesperación, J. R. R. Tolkien revela una profunda verdad oculta en sus penurias:
Allí, espiando entre las grietas de las nubes por encima de un oscuro [pico] en lo alto de las montañas, Sam vio una estrella blanca centellear por un momento. Su belleza golpeó su corazón, mientras miraba hacia arriba desde la tierra abandonada, y la esperanza volvió a él. Porque como un rayo, claro y frío, le atravesó el pensamiento de que al fin y al cabo la sombra no era más que algo pequeño y pasajero: había luz y gran belleza para siempre más allá de su alcance.
La lección es clara: al igual que Sam encontró esperanza en el lejano centelleo, antes oculto, de una estrella, siempre hay una luz (a veces más allá de nuestra vista inmediata) que apunta a una realidad mayor. Aunque a veces se oculta en “la tierra abandonada”, esta luz no es menos real por estar escondida. Como la estrella que atravesó la desesperación de Sam, nos recuerda que nuestro sufrimiento, aunque real y doloroso, no es la última palabra.
En los últimos días de la vida de mi hijo, experimenté lo que Pablo llama “los sufrimientos de este tiempo” (Ro 8:18): pruebas profundamente desgarradoras que, aunque envueltas en la oscuridad, están bajo el amparo soberano de un Dios que promete “que los sufrimientos de este tiempo presente no son dignos de ser comparados con la gloria que nos ha de ser revelada”.
Esperanza oculta, dolor presente
Dos veces en Romanos 8:18-19, Pablo utiliza términos relacionados con “revelar”. Primero habla de una gloria que aún no nos es visible, una promesa que permanece oculta más allá de nuestros sufrimientos actuales (Ro 8:18). Luego describe la creación esperando ansiosamente el momento en que se manifestará la verdadera identidad de los hijos de Dios (Ro 8:19). Este doble énfasis en lo que aún está oculto pone de relieve la profunda realidad de una gloria futura que aún no podemos ver.
Pablo nos dice que tanto la creación (Ro 8:19-22) como nosotros mismos (Ro 8:23), gemimos anhelando que se manifieste esta gloria invisible. Nuestro sufrimiento actual intensifica nuestro anhelo mientras esperamos el día en que nuestra identidad como hijos de Dios se manifieste visiblemente en gloria.
Lo que hace que “los sufrimientos de este tiempo presente” sean particularmente desafiantes es la tensión entre nuestras experiencias actuales y nuestra identidad interior como hijos de Dios. Como creyentes, ya somos adoptados en la familia de Dios (Ro 8:14-16), pero la plena revelación de lo que somos en Cristo sigue sin verse (Ro 8:23-25). Vivimos en un tiempo intermedio, lleno de tensión, en el que nuestra verdadera identidad como hijos de Dios está velada.
Esta situación, unida a nuestras continuas luchas con el pecado que habita en nosotros (Ro 7:13-25), puede hacer que las pruebas a las que nos enfrentamos ―tribulación, angustia, persecución, hambre, desnudez, peligro y espada (Ro 8:35)― nos parezcan abrumadoras y contradictorias con la verdad sobre quiénes somos realmente. La realidad palpable de nuestro sufrimiento, combinada con nuestras batallas internas, trata constantemente de persuadirnos de que somos menos de lo que Dios ha declarado que somos. Trabajan para quitarnos la seguridad de que Dios es verdaderamente nuestro Padre.
Cuando Dios envió a Moisés a anunciar Su prometida liberación, el pueblo estaba demasiado quebrantado en su espíritu para escuchar (Ex 6:9). Su dura realidad ensombrecía su esperanza. ¿Qué debemos hacer cuando nos encontramos en una situación similar, en la que la promesa de liberación parece lejana y nuestros corazones luchan por creer?
Una seguridad duradera
Pablo no nos deja sin respuesta. Enmarca toda su discusión sobre la tensión entre el “ya” y el “todavía no” en nuestras vidas cristianas con una gran realidad duradera.
Comienza Romanos 8 con nuestra confianza inquebrantable: “Ahora no hay condenación para los que están en Cristo Jesús” (Ro 8:1). No hay condenación, ni ahora ni nunca, para los que están unidos a Aquel que fue hecho pecado, aunque no conoció pecado, “para que fuéramos hechos justicia de Dios en Él” (2Co 5:21). Dios mismo nos ha concedido gratuitamente una justicia que nos libra para siempre de la circunstancia más horrible que se pueda imaginar: el justo juicio de Dios contra nosotros a causa de nuestro pecado.
Al concluir Romanos 8, Pablo pregunta: “¿Quién acusará a los escogidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién es el que condena? Cristo Jesús es el que murió, sí, más aún, el que resucitó, el que además está a la diestra de Dios, el que también intercede por nosotros.” (Ro 8:33-34). Robert Haldane escribe:
Entre las tentaciones a las que está expuesto el creyente en esta vida, algunas vienen de fuera, otras vienen de dentro. Dentro están las alarmas de la conciencia, temiendo la ira de Dios; fuera están la adversidad y las tribulaciones. Si [el creyente] no vence las primeras, no podrá prevalecer contra las últimas. Es imposible que pueda tener verdadera paciencia y confianza en Dios en sus aflicciones, si su conciencia trabaja bajo el temor de la ira de Dios. (Romans [Romanos], 412).
La confianza ante la adversidad comienza con la seguridad inquebrantable de que Cristo, muerto y resucitado, intercede por nosotros. En nuestros momentos más oscuros, cuando el consuelo de Dios parece desvanecerse y el sufrimiento amenaza con abrumarnos, volvemos a escuchar la buena noticia del evangelio: el Dios que nos justificó en Cristo no permitirá que ninguna acusación se sostenga contra nosotros. Incluso cuando Dios parece distante, nuestra seguridad ante Él permanece inalterable.
Nuestra esperanza no descansa en emociones fluctuantes o en nuestra sensación de Su presencia, sino en la verdad inquebrantable de que Cristo es nuestra justicia ―nuestra “luz y sublime hermosura”―, que garantiza que nada, ni los temores internos ni las pruebas externas, puedan separarnos del amor del Padre (Ro 8:35-39).
Justicia para la vida real
Durante las tres últimas semanas de vida de mi hijo Daniel, que las pasó en el hospital, encontré una gran ayuda en The Gospel for Real Life [El Evangelio para la vida real], de Jerry Bridges, un libro que acababa de salir a la venta. Mientras escribo, tengo delante el mismo ejemplar que leí durante aquella dura prueba. Un pasaje destacado resonó especialmente en mí, tanto, durante la enfermedad de mi hijo, como en los oscuros días que siguieron. Bridges escribe sobre el gozo diario de Pablo en el don divino de la justificación, afirmando: “Por la fe miraba a Jesucristo y a Su justicia para sentirse en buena posición ante Dios hoy y mañana, y por toda la eternidad” (111).
Cuando luchaba con mi sensación de ausencia de Dios, sentía la tentación de calibrar su aceptación por cuán vívidamente podía sentirlo cerca. Sin embargo, el himno de Robert Critchley “On Christ the Solid Rock” [“Sobre Cristo, la Roca Firme”] nos aconseja no “confiar en el sostén más agradable, sino apoyarnos totalmente en el nombre de Jesús”. Mis emociones no eran la medida de la aceptación de Dios. Lo que importaba era la justicia de Cristo, declarada mía solo por la fe. Parafraseando las palabras de Pablo en 2 Corintios 1:9, mi noche oscura del alma me enseñó a confiar no en mis experiencias, por muy dulces que puedan parecer a veces, sino en Cristo, mi justicia. Solo Él es el descanso más profundo para nuestras almas.
Publicado originalmente en Desiring God.