He tenido la oportunidad de conocer y relacionarme con una persona que profesa una religión diferente a la mía. Él está comprometido con su fe, al igual que yo con la mía, y ambos tenemos muchas ganas de conversar el uno con el otro de una forma amena y agradable. Recientemente le pregunté por la esperanza que tiene más allá de la tumba, qué certeza tiene sobre la vida después de la muerte. “Al aventurarte en lo que viene más allá de lo que vemos y conocemos, ¿qué confianza tienes de que recibirás una cálida bienvenida?”.
Su respuesta fue que tiene muy poca certeza. Él está haciendo lo mejor para vivir según los principios de su fe, y así ser una persona buena, moral y recta. Adora cuando le corresponde adorar, ora cuando le corresponde orar y da cuando le corresponde dar. Es consciente de que en ocasiones se queda corto, pero, responde hacia sus transgresiones y deficiencias redoblando sus esfuerzos. Él está completamente inmerso y hace todo lo que puede. Pero, aunque parece que lo está haciendo todo bien, todavía no está seguro de lo que ocurrirá después de la muerte. ¿Por qué?
La respuesta no está en sus esfuerzos personales o en la claridad de las instrucciones dadas en sus escrituras. En lugar de ello, la respuesta está en el carácter del dios al que adora. Su dios, aunque dice que es muy poderoso, no es conocido por ser paciente o bueno. Aunque demande los más altos estándares de moralidad, no es conocido por ser completamente consistente en sus juicios. Él puede ser severo, arbitrario y puede variar en sus estándares. Aunque es el ser creador de la humanidad, no se muestra a sí mismo como compasivo hacia sus criaturas. Por estas razones sus seguidores viven sus vidas relacionándolas a un dios que muestra poco amor, poca ternura y poca compasión. Ellos siempre están inciertos sobre su postura hacia ellos, siempre están adivinando la naturaleza de su relación. Al final, ellos se dirigen a la muerte de forma incierta, sin saber si irán a la vida eterna o muerte eterna, a la gloria o al juicio.
Mientras me retiraba de nuestra conversación más reciente, me encontré reflexionando sobre la gran maravilla de la compasión. ¿No estás agradecido de que nuestro Dios sea compasivo hacia nosotros? ¿No estás agradecido de que Dios promete estar cerca de los quebrantados de corazón, y de que salva a los contritos de espíritu? ¿No estás agradecido porque promete no quebrar la caña cascada y el pábilo que humeare? ¿No estás agradecido porque, así como el padre se compadece de los hijos, el Señor se compadece de los que le temen? Este corazón paternal de Dios es especialmente cercano y, por tanto, especialmente hermoso.
Cuando Abby se fue a la universidad quería asegurarle de que me preocuparía por ella y que continuaría cuidándola. Le dije lo que también le diré a su hermana cuando se marche este otoño: “Tú solo necesitas decir, ‘papi, te necesito’; y me pondré en camino. Al terminar de decir tu petición, oirás el portazo de la puerta principal, el motor del carro arrancar y los neumáticos chirriar. Estaré de camino hacia ti”. Porque eso es ser un padre, responder a nuestros hijos cuando ellos claman por nosotros. Seguramente, ningún buen padre escucharía a su hija llorar por hambre y le daría una piedra o escucha llorar con angustia a su hijo y le da una serpiente. Seguramente, ningún padre preocupado escucharía a su hijo pedir ayuda y le daría la espalda. Y, por supuesto, lo mejor de los padres humanos es una pálida imitación de nuestro Padre celestial.
Nuestro Dios está muy cerca de nosotros en nuestras penas, la pena del dolor, la pena de la pérdida, la pena de la traición, la pena de la soledad, la pena de enfrentarnos a nuestros propios pecados y falibilidad. Y, por supuesto, el dolor de enfrentar nuestra propia mortalidad. Nuestro Dios está más presente justo cuando más lo necesitamos, siempre disponible y dispuesto a ofrecer Su dulce consuelo. Su compasión, Su asombrosa compasión paternal, está cerca de nosotros cuando, de forma desesperada, necesitamos Su ayuda.
Publicado originalmente en Challies.