Imagínate lo que pensó la familia de José. Imagínate lo que pensaron los habitantes del pueblo. Imagínate lo que pensaron los líderes religiosos. Solo puedes imaginar las risas y las burlas, los rumores y los cotilleos, las reprimendas y las censuras. Y quizá deberíamos imaginarlo.
“¿De verdad espera que nos creamos que no fue él quien dejó embarazada a María?”. “He oído muchas excusas a lo largo de mi vida pero nunca: ‘Me cubrió el Espíritu Santo’”. «También oí que no era la primera vez que lo hacía”. “Escuché que la atacaron mientras sacaba agua”.
El hecho es que sería igual de probable que esas personas creyeran su explicación, como lo sería para nosotros si alguien nos la diera hoy. Y esas personas no habrían tenido menos ganas de proponer otras explicaciones más probables. Aquellas personas no eran tan diferentes de nosotros, aunque vivieran en una época y un contexto muy distintos.
No podemos culpar a José por querer alejarse, distanciarse de las burlas, de las habladurías, de la vergüenza. No podemos culpar a Jose por decidir divorciarse de ella. No lo podemos culpar por querer librarse de los desposorios con una mujer que claramente no era virgen. Él, después de todo, era un hombre justo e inocente. Así que al menos planeaba hacerlo en silencio.
Hizo falta nada menos que una intervención divina para que se quedara. “Pero mientras pensaba en esto, se le apareció en sueños un ángel del Señor, diciéndole: ‘José, hijo de David, no temas recibir a María tu mujer, porque el Niño que se ha engendrado en ella es del Espíritu Santo’” (Mt 1:20). Cuando José despertó, recordó el sueño, lo aceptó como revelación de Dios y lo recibió como instrucción de Dios. Dejó de lado toda idea de divorcio, tomó a María por esposa y crió a su hijo como si fuera suyo.
Imagina la alegría, el alivio, la sensación de consuelo y bienestar de María cuando José le dijo que la amaba, creía en ella y que la aceptaba. Imagina su gratitud cuando José se puso a su lado y le dijo: “Esposa mía”, cuando tomó a aquel bebé en brazos y le dijo: “Hijo mío”. Imagina cómo su obediencia impactó a María, cómo su fe bendijo a su esposa, cómo su amor marcó la diferencia.
Podemos estar seguros de que las habladurías no terminaron el día que José declaró: “Le creo”. Podemos estar seguros de que la gente no quedó más convencida por su sueño que por su visita. Las habladurías no se convirtieron en aceptación simplemente porque él añadiera a su testimonio al de ella. Más bien, sospecho que aumentaron aún más. “No puedo creer que sea tan ingenuo”. “Supongo que no se le ocurre una explicación mejor que un sueño”. “¡Si esto no es una prueba de que fue él quien la dejó embarazada!”.
Pero José era un hombre de fe, un hombre que eligió creer en la palabra de Dios y obedecer Sus indicaciones, un hombre cuya decisión de aceptar a María fue también una decisión de compartir su vergüenza. Pero sabía que Dios había hablado, sabía lo que Dios había dicho, y nada le haría cambiar su decisión, nada le obligaría a rechazar lo que Dios había dejado bien claro.
Mientras escuchaba este pasaje familiar durante mi devocional de la mañana, un pasaje que he escuchado cientos o incluso miles de veces, me encontré orando: “Dios gracias por José. Y por favor, dame la fe de José. Dame la fe para escuchar atentamente tu palabra, dame la fe para creerla incluso cuando va en contra de mis presuposiciones, dame la fe para aplicarla incluso cuando es especialmente difícil. Déjame ser como José. Dame una fe como la suya”.
Artículo publicado originalmente en Challies.