El dinero es peligroso. Sí, dinero, ese pedazo de papel que con el paso del tiempo ha mutado en su forma, pues ahora es plástico (tarjetas de débito o crédito), virtual (billeteras electrónicas o criptomonedas) o de muchas formas más. Pero, sin importar como esté representado, las bendiciones y maldiciones relacionados con su uso o, mejor dicho, con su lugar en nuestro corazón, siempre están «a flor de piel». Por eso, es indispensable saber cómo tener dominio propio sobre el dinero y nuestras finanzas en general.
Entendiendo el dinero a la luz de la Escritura
La Biblia tiene mucho qué decir acerca del dinero, por eso, para entender mejor el dominio propio en nuestras finanzas, será de utilidad comprender lo que la revelación especial de Dios —la Escritura— nos enseña al respecto. En primer lugar, tener dinero no es pecado (1 S. 2:7). No hay nada malo con ello. La Biblia no enseña que tener dinero o ser rico es pecado; de hecho, Abraham, Job y Salomón fueron muy ricos. Lamentablemente, a menudo podemos tomar posiciones extremas no bíblicas que no hacen sino dañar a muchos e imponer cargas que el Señor no impone. Por un lado, por ejemplo, se ha creado una subcultura cristiana de aversión al dinero, llegando a creer que las posesiones —y no el corazón del ser humano— son la causa de muchos males. Por el otro, es importante señalar que muchos han hecho suyo el «evangelio de la prosperidad», trayendo mucho error y confusión al cuerpo de Cristo. Debemos comprender que el dinero nos es encomendado por Dios. Esto quiere decir que somos mayordomos (1 Cr. 29:12). Sin importar la cantidad de dígitos en nuestra cuenta bancaria o los billetes guardados bajo el colchón de la cama, debemos mantener en mente que eso no es nuestro. Todo cuanto poseemos pertenece al Señor (Sal. 24:1). Él es el dueño de todo lo que afirmamos que es «nuestro». Incluso nosotros somos suyos. Entonces, al ser mayordomos o administradores, se espera de nosotros que hagamos buen uso del dinero, porque tenemos un Señor a quien rendirle cuentas por las buenas o malas decisiones, por la falta de, o el abundante dominio propio sobre nuestro dinero y finanzas. Si no tenemos cuidado, podemos llegar al punto de determinar nuestro estado de ánimo según la cantidad de dinero que tengamos disponible. Si nuestro dios dinero es abundante, nuestras emociones están arriba, pero si el tirano dinero es poco, nuestros sentimientos nos tiran al suelo, derrotados. Algo muy importante a considerar es que el dinero no debe hacer diferencia alguna en cómo tratamos a la gente; en palabras de Santiago: «si muestran favoritismo, cometen pecado y son hallados culpables por la ley como transgresores» (Stg. 2:1-10). En un mundo secular, que no ama ni busca a Dios y en el cual la persona vale según lo que posee, la Iglesia de Cristo debe ser un recinto de seguridad. Debe ser como un oasis en el desierto. Debe ser un resguardo, así como esas ciudades de refugio establecidas en el Antiguo Testamento. La familia de la fe debe mostrar a una sociedad decadente la forma en como ricos y pobres se sientan a la mesa juntos, sirviéndose unos a otros, sin consideración de rango, escala ni clase social.
Administrando el dinero a la luz de las Escrituras
Aprender a tener dominio en el uso del dinero implica que aprendamos a hacer un uso correcto de este y, por supuesto, al mejor lugar al que podemos ir para esta labor es a la revelación de Dios en Su Palabra. Pablo entendía perfectamente el riesgo, por eso advirtió a Timoteo que «la raíz de todos los males es el amor al dinero» (1 Ti. 6:10a). De hecho, fue mucho más específico que eso, hablando de las consecuencias que sufrieron muchos de los que decidieron amar el dinero: se «hunden […] en la ruina y en la perdición […] se extraviaron de la fe y se torturaron con muchos dolores» (1 Ti. 6:9, 10b). En definitiva, es una mala idea amar al dinero. Dios debe ser el único digno de nuestra devoción, adoración y confianza (Jn. 14:15; Mt. 6:24). Debemos considerar el dinero como lo que es: una herramienta, no un ídolo al que debemos adorar y rendir pleitesía. Poner tu confianza en el dinero no te llevará a puerto seguro. Tal como Pablo continuó advirtiendo a Timoteo: «no [seamos] altaneros ni [pongamos nuestra] esperanza en la incertidumbre de las riquezas» (1 Ti. 6:17). También es importante ser honestos en cuanto al dinero, particularmente en cómo lo generamos o, más bien, en cómo lo ganamos. En otras palabras, el dinero que ganemos no debe ser malhabido. Debe ser lícito. ¿Por qué? Porque algo ilícito no es agradable a Dios. Por eso, robar está mal. Es pecado (Éx. 20:15). Pero no sucede únicamente al generar ingreso de manera indebida, hay otras maneras de cometer ilícitos en cuanto al dinero. Fallaremos al Señor si no pagamos lo que debemos (Sal. 37:21), por ejemplo, o si engañamos a otros al hacer negocios, transacciones y demás (cp. Am. 8:5; Os. 12:7) —¡esto incluye nuestra declaración de impuestos! (cp. Mr. 12:17)—. Seamos esforzados (Pr. 28:19), y confiemos en que Dios proveerá lo necesario para nosotros. Aparte de evitar amar al dinero y asegurarnos de que generamos nuestro ingreso lícitamente —únicamente con base en nuestro esfuerzo y dependiendo del Señor—, es indispensable aprender a usar el dinero sabiamente. Para comenzar, debemos proveer para nuestra familia: «Pero si alguien no provee para los suyos, y especialmente para los de su casa, ha negado la fe y es peor que un incrédulo» (1 Ti. 5:8). Estas palabras son firmes y llenas de verdad. Dios quiere que proveamos para los nuestros. En su plan, esta es una prioridad para nosotros. Al mismo tiempo, no podemos cerrarnos hacia las necesidades de otros: «Pero el que tiene bienes de este mundo, y ve a su hermano en necesidad y cierra su corazón contra él, ¿cómo puede morar el amor de Dios en él?» (1 Jn. 3:17). Por último, es importante saber ahorrar. Es de sabios hacerlo. Proverbios 10:4 describe cómo se ve un hombre prudente: «El que recoge en el verano es hijo sabio, el que se duerme durante la siega es hijo que avergüenza» (Pr. 10:5). Parte de la prudencia que se espera de nosotros como hijos de Dios es también saber invertir lo que Dios nos da en el tiempo adecuado (cp. Mt. 25:27). Igual sucede con nuestra ofrenda al Señor a través de la iglesia local. Esto no debe ser impuesto por otros. No debe darse de manera forzada, sino «que cada uno dé como propuso en su corazón, no de mala gana ni por obligación, porque Dios ama al que da con alegría» (2 Co. 9:7). No olvidemos que vamos a dar cuentas de todo.
Conclusión
¿Quieres tomar tu temperatura espiritual? Revisa tu chequera o tus recibos. ¿En dónde estás invirtiendo tu tesoro? Ahí es donde tu corazón realmente está. Recuerda: Dios no te provee solo para que acumules para ti mismo, sino para usar los recursos que Él te da para su gloria. Al mismo tiempo, disfruta de lo que Dios te da, pero gózate aún más en este Dios que provee para sus hijos. Cuídate de no olvidar al Dios de las bendiciones (Dt. 6:10-15) y no olvides usar tus recursos como Dios quiere que lo hagas.