“Me darás a conocer la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo;
en tu diestra, deleites para siempre. (Sal 16:11)”
La verdadera confianza no abunda. Una cosa es aparentar que estamos bien. Es fácil enderezar tus hombros, arquear tu espalda, levantar el pecho y hablar con firmeza. No obstante, es difícil encontrarse con una verdadera confianza del alma. Esto no debería sorprendernos. Después de todo, somos pecadores, rodeados de otros pecadores y vivimos en un mundo caído. ¿Cómo podemos experimentar el profundo gozo y la paz de la confianza verdadera en un mundo de falsa seguridad? En el Salmo 16, caminamos junto al rey David en el corto pero importante sendero que va desde el temor hasta la confianza, de la inestabilidad a la seguridad, de la ansiedad al gozo. Él empieza con una petición en medio de la angustia: «Protégeme, oh Dios» (Sal 16:1). Luego, nos toma por sorpresa al llegar al versículo 8 y declara con confianza: «permaneceré firme». ¿Cómo sucede tal cambio de corazón? Por la teología. Traer a la memoria quién es Dios para nosotros puede transformarlo todo. Lejos de ser pensamientos indiferentes o especulaciones filosóficas, lo que creemos acerca de Dios puede ser la vida y la muerte para nosotros en el día de hoy. Hará toda la diferencia si nosotros, como David, sabemos que Dios es nuestro Salvador digno de confianza, nuestro Dios soberano y nuestro más grande Tesoro.
El Salvador digno de confianza
En primer lugar, Dios nos guarda del mal, es nuestro refugio seguro y consejero leal. «Pues en ti me refugio» (Sal 16:1). No existe lugar más seguro en el cual escondernos que en los brazos del Omnipotente. «Bendeciré al Señor que me aconseja» (Sal 16:7). Él nos protege de lo externo y nos concede sabiduría desde nuestro interior a través de la guía de Su Espíritu. Dios puede salvarnos de los temores que nos amenazan al intervenir guardándonos del peligro o al guiarnos sacándonos de los problemas en los que nos encontramos. Conocer a Dios como nuestro Salvador—tanto como un refugio y un consejero—inspira la confianza de que, sin importar lo que venga, tendremos un recurso incomparable. Pero Él también es nuestro Dios soberano.
El Dios soberano
En segundo lugar, el versículo 5 dice: «Tú sustentas mi suerte». Ya sea que estamos lanzando una moneda, tirando el dado o simplemente respirando, lo que sea que nos ocurre viene de Dios. Él gobierna nuestras vidas, tanto las cosas grandes como también los pequeños detalles. Al principio, puede que no parezca consolador descubrir que Él está en control—cuando tu vida es difícil, por ejemplo. Pero si sabemos que somos de Dios, y que Dios es nuestro, entonces ese conocimiento es extraordinariamente estabilizador. No significa que no caminaremos por dolores o derrotas, pero sí significa que tenemos la victoria final asegurada. No significa que ganaremos cada batalla, pero sí que con toda seguridad ganaremos la guerra. Él es nuestro Soberano Dios. Pero también es nuestro Tesoro supremo. Junto a la declaración de David en el versículo 5: «Tú sustentas mi suerte», está la afirmación «El Señor es la porción de mi herencia y de mi copa». E inmediatamente dice: «Las cuerdas cayeron para mí en lugares agradables; en verdad mi herencia es hermosa para mí» (Sal 16:6). Gozarse en la soberanía de Dios lleva a abrazarlo como el más grande Tesoro.
El más grande Tesoro
En tercer lugar, en el versículo 2, David dice: «Tú eres mi Señor; ningún bien tengo fuera de ti». Dios es el mayor Bien. Él es la fuente del río de todos los deleites. Todos los otros bienes son en verdad buenos solo cuando están en Él. Separados de Él, resultarán vacíos al final. Sin embargo, el próximo versículo ¿no pone en peligro el profundo deleite en Dios que tenía David? «En cuanto a los santos que están en la tierra, ellos son los nobles en quienes está toda mi delicia» (Salmos 16:3). ¿Cómo puede toda su delicia estar en otras personas y al mismo tiempo Dios seguir siendo su más grande Tesoro? Fíjate que David no dice que se deleita en el pueblo de Dios en lugar de en Dios, sino que dice que los que rechazan a Dios no le producen ningún placer. Los impíos que viven sus vidas impías, no tienen su admiración ni aprobación. Él está demasiado cautivado por Dios para no ver la necedad de su vida impía. Debido a que él disfruta a Dios como su Tesoro supremo, también se deleita en aquellos que atesoran a Dios como supremo. Su amor por Dios se derrama en amor por aquellos que aman a Dios. Su amor por aquellos que aman a Dios no compite con su amor por Dios; por el contrario, lo complementa. Un deleite así en otros es una extensión y expresión de su deleite supremo en Dios.
Gozo verdaderamente sólido
Finalmente, David termina su canción de creciente confianza con una nota alta. Después de iniciar con una petición a Dios de que lo preserve, termina en confianza y esperanza. Ha pasado de la ansiedad al asombro, de la súplica a la adoración, del lamento por sus problemas al gozo en la gloria de Dios:
«Por tanto, mi corazón se alegra y mi alma se regocija;
también mi carne morará segura,
pues tú no abandonarás mi alma en el Seol,
ni permitirás a tu Santo ver corrupción.
Me darás a conocer la senda de la vida;
en tu presencia hay plenitud de gozo;
en tu diestra, deleites para siempre.»
(Sal 16:9-11)
La confianza de David era firme, hoy la nuestra puede ser aún más sólida. Jesús se encarnó, vivió sin mancha, llevó nuestra maldición a la cruz y Dios no abandonó Su alma en el Seol (el lugar de los muertos). Su carne no vio corrupción porque Dios lo levantó para que completara Su conquista de la serpiente y rompiera las puertas desde adentro. En la victoria de Jesús sobre la tumba, somos liberados de nuestro más grande temor. «[Anuló] mediante la muerte el poder de aquel que tenía el poder de la muerte, es decir, el diablo, y [libró] a los que por el temor a la muerte, estaban sujetos a esclavitud durante toda la vida» (Hebreos 2:14-15). Y ahora, sentado a la diestra del Padre, Él es el último destino en la senda de la vida. Él es nuestro pleno gozo. En Él hay deleites para siempre.