A la imagen del creador
A su imagen, y semejante a él. Según Génesis 1:26, así dijo Dios que haría al hombre. La teología bíblica ha reconocido tradicionalmente que esta afirmación encierra un gran misterio: al igual que Dios, el hombre posee pensamientos, sentimientos y voluntad. Siendo la corona de la creación, el ser humano es totalmente distinto al resto de los seres creados, por cuanto es el único que tiene la capacidad de razonar y decidir, amar y aborrecer, sentirse apreciado o despreciado, honrado o defraudado, amado o rechazado. Así, los seres humanos nos sentimos ligados en amor a otros que son como nosotros. Esto trae consigo tanto experiencias satisfactorias como frustrantes, como las desilusiones amorosas, por ejemplo, ante las cuales surge una pregunta: ¿no sería más fácil vivir si no tuviéramos que sufrir por amor? ¿No sería mejor si no lloráramos, si no nos afligiéramos ni nos sintiéramos decepcionados, si no sintiéramos nada?
Un mar de posibilidades
Dios no sólo nos dio un par de sentimientos, sino un mar de posibilidades. ¡Cuán tediosa sería la vida si no sintiéramos, si no disfrutáramos la belleza de un atardecer, el abrazo de un niño, el beso de una madre, el dolor de perder a los que amamos! ¡Sería una vida gris y sin sentido! En cambio, Dios nos dio una amplia gama de emociones para poder amarle, temerle, asombrarnos de su grandeza, sentirnos seguros en sus manos, disfrutar de su amor y hallar plena satisfacción en él.
“Me mostrarás la senda de la vida; en tu presencia hay plenitud de gozo, delicias a tu diestra para siempre.” (Salmo 116:11)
¿Un Dios bueno con sentimientos malos?
Es fácil entender que Dios nos permita experimentar sentimientos como el amor, la alegría, el afecto fraternal y, en general, toda emoción gratas y satisfactoria. Es más difícil comprender por qué también nos permite sentir tristeza, amargura y desilusiones que nos hacen desfallecer. Pero así como las buenas noticias de salvación no pueden ser disfrutadas plenamente sin haber recibido antes las preocupantes y amargas noticias sobre nuestro pecado que nos separa de Dios, así sucede con los sentimientos: difícilmente podríamos apreciar el inmenso valor de la alegría, sin antes haber atravesado los oscuros valles del dolor.
El Dios que transforma
“Has cambiado mi lamento en baile; desataste mi cilicio, y me ceñiste de alegría.” (Salmo 30:11) “Me ungió el Señor… para ordenar que a los afligidos de Sión se les dé gloria en lugar de ceniza, óleo de gozo en lugar de luto, manto de alegría en lugar del espíritu angustiado…” (Isaías 61:1, 3)
Estas dos porciones bíblicas tienen un hilo conductor: Dios cambia la angustia por alegría, y el luto por fiesta. Entendemos así que, si se corre a Cristo, cada tristeza será opacada por el gran gozo de venir al Señor. La noche más amarga se convierte en el día más hermoso, y la tristeza más profunda es cambiada por júbilo resonante. Cada sufrimiento, por tanto, tiene el propósito glorioso de traernos humillados a los pies de su Hijo para recibir su amor.
¿Sufrir amando?
Parecería contradictorio que el amor, siendo el más bello de los sentimientos, nos conduzca con enorme frecuencia al sufrimiento. La explicación a este problema, sin embargo, no está en Dios mismo, sino en el pecado. Sufrir el desengaño, la traición o la desilusión amorosa, especialmente en el ámbito matrimonial donde están involucradas promesas de permanencia y fidelidad, es una de las experiencias humanas más dolorosas. Por causa del pecado, el amor es necesariamente sufrido. ¿Y quién no ha sufrido por amor? Dios mismo ha sufrido por el mismo motivo.
El modelo del amor
Las Escrituras nos enseñan que Jesús sufrió por amor a Su iglesia. Así se revela el modelo perfecto del amor: el propio Hijo de Dios se dispuso al sufrimiento al que el Padre quiso someterle para rescatar a su pueblo. Por amor. Y amándonos, nos hizo amarle (Isaías 53:10, 1 Juan 4:19). El Dios que dijo mediante Jeremías “con amor eterno te he amado; por tanto, te prolongué mi misericordia”, es el mismo que más tarde revela, mediante Pablo escribiendo a los Efesios, que el misterio del amor del esposo hacia la esposa es un modelo a escala del amor de Cristo por sus escogidos, por quienes sufrió hasta entregar su vida (Jeremías 31:3, Efesios 5:25, 32) Este modelo de amor es perfecto, encarnado en aquel que “por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando su propia vergüenza…” (Hebreos 12:2). Este amor es un ejemplo que no podemos ignorar, sino más bien apreciar y adoptar sin temor. No deberíamos, por tanto, huir del amor por miedo al sufrimiento.
Un modelo digno de imitar
Todo cristiano debe imitar el amor de Jesús por su iglesia. Tal tarea, ciertamente, es imposible si la intentamos en nuestras propias fuerzas. Pero es alcanzable si hemos creído y nos esforzamos en la gracia, pues el Espíritu Santo nos capacita para amar incondicionalmente. Así pues, como Cristo sufrió por amor a su iglesia, cada uno podemos y debemos estar dispuestos también al sufrimiento por amor.
“Palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero” (1 Timoteo 1:15).
Cristo amó a criaturas imperfectas, de naturaleza caída, a pecadores. Del mismo modo, toda persona a la que amamos es una criatura imperfecta, de naturaleza caída: un pecador. Y quienes nos aman hacen lo mismo, pues nosotros somos también imperfectos y naturalmente caídos; en suma, también pecadores. Si Cristo nos ama incondicionalmente al punto de haber sufrido por nosotros aun siendo enemigos suyos, nosotros debemos amar incondicionalmente y no temer el sufrimiento propio de amar a criaturas imperfectas, pecaminosas y difíciles de amar, que a su vez nos aman siendo nosotros criaturas imperfectas, pecaminosas y difíciles de amar. Si el matrimonio es un espacio donde hallaremos pecado (el de nuestra pareja y, claro, el nuestro), todos debemos, como hizo Jesús, absorber la ofensa, perdonar y amar.
Alguien debe absorber la ofensa
Sí. Alguien debe absorberla. Pero en un mundo caído, es nadar contra la corriente. Un mundo inmerso en el consumismo susurra y nos convence: “compra esto porque te funciona, o deséchalo si no te sirve; pruébalo, y si no te funciona, devuélvelo y te regresamos tu dinero”. ¿A dónde nos lleva esa filosofía? A buscar gratificación inmediata a seguir nuestros deseos egoístas, a una cultura de “úselo y tírelo” en la que, si nuestras relaciones no son lo que esperábamos, basta con devolverlas después de probarlas. Este pensamiento pecaminoso se ha internalizado tanto en nuestra cultura que ha dañado sutilmente a la institución matrimonial. Así, muchos buscan un cónyuge según sus deseos carnales, alguien compatible, uno “como yo”, de modo que hasta existen sitios web que prometen unir almas gemelas, lo que no deja lugar para ejercitar el amor incondicional que cubre “multitud de pecados” (1 Pedro 4:8) La influencia del consumismo ha derivado en una crisis de las relaciones amorosas que ha convertido al divorcio y a las nuevas nupcias en salidas fáciles. Al final, sin un corazón transformado, la historia de insatisfacción se perpetúa de pareja en pareja, y el sufrimiento por amor es irremediablemente estéril.
Amar como Jesús, no con corazón consumista
El amor de Jesús, en cambio, absorbe la ofensa, es desinteresado, incondicional, dado por gracia. Es un amor que nadie puede ni debe ganar haciendo méritos. Jesús decidió amar a criaturas que no alcanzan Su perfección, que no le pueden proveer más satisfacción de la que Él ya tiene, que no le añaden valor ni plenitud. Aun así, Él les ama, les perdona, les limpia y transforma sus corazones. Es así como Jesús ama a su iglesia, con un amor dispuesto al sufrimiento y al sacrificio total. Nuestras relaciones matrimoniales deben reflejar ese amor. La unión conyugal es un pacto de amor entre pecadores dispuestos a pasar por alto sus errores y defectos… imitando así a Cristo. No con una mentalidad consumista de “te amo mientras me ames” o “mientras funcione”, sino con la mente de Cristo que nos lleva a decir: “te amo aunque no funciones como yo quiero; te amo aunque no respondas como a mí me gusta; te amo y sigo a tu lado por amor a ti y a Dios, y sufro con gozo, porque yo, un vil pecador, he sido amado de manera incondicional y perfecta por Aquel que no me debía nada y al que yo le debía todo, quien me amó y se dio a sí mismo por mí de una manera tan gloriosa que, hoy por hoy, estoy tratando de imitar… amándote a ti”. Porque…
“En otro tiempo, nosotros también éramos necios y desobedientes, y fuimos esclavos de toda clase de pasiones y placeres. Nuestra vida estaba llena de maldad y envidia, y nos odiábamos unos a otros. Pero cuando Dios nuestro Salvador dio a conocer su bondad, y su amor, él nos salvó, no por las acciones justas que nosotros hubiésemos hecho, sino por su misericordia. Nos lavó, quitando nuestros pecados, y nos dio un nuevo nacimiento y vida nueva por medio del Espíritu Santo. Él derramó su Espíritu sobre nosotros en abundancia por medio de Jesucristo nuestro Salvador. Por su gracia, él nos declaró justos y nos dio la seguridad de que vamos a heredar la vida eterna” (Tito 3:3-7 NTV).