El teólogo anglicano Paul Avis observa que: «La teología reformada está grandemente dominada por dos preguntas: “¿cómo puedo conocer a un Dios lleno de gracia?” y “¿dónde puedo encontrar la iglesia verdadera?”. Las dos preguntas se relacionan de manera inseparable».[1] Los evangélicos no han sido conocidos particularmente por su interés en la eclesiología. Hay muchas razones para explicar estar realidad. Una de ellas, es el hecho de que, como tradición teológica, representa la confluencia del surgimiento de los anabaptistas, los pietistas y de los avivamentistas, así como de la Reforma magisterial. Al menos, en la enseñanza oficial, cuando se trata de los principios formales y materiales (sola Scriptura, sola gratia, solus Christus y sola fide) los evangélicos recurren a la ortodoxia protestante. Sin embargo, cuando se trata de la doctrina de la iglesia y del ministerio de la Palabra y de los sacramentos, así como el de la disciplina, el legado del movimiento de la «iglesia baja»[2] es aún más evidente. De hecho, la salvación solamente por gracia a menudo se contrapone a todos los elementos institucionales que se consideran como «una cultura de iglesia» fabricada por el hombre y que ponen la confianza en rituales formales. «Ser salvos» y ser miembros de la iglesia, una relación personal con Jesús y la comunión con su cuerpo visible, la experiencia directa y la rendición de cuentas en público son vistos con frecuencia como realidades antitéticas, en lugar de consistentes y de hecho, aspectos integrados de la unión con Cristo. Por tanto, en una era tan marcada radicalmente por el individualismo y la autonomía, no es de extrañar que en décadas recientes, los más jóvenes descubrieran la eclesiología con un deleite e intriga considerables y, en algunos casos, con aplicaciones creativas y bíblicamente fieles para la vida de la iglesia contemporánea. Y, como sucede a menudo con los nuevos descubrimientos, este interés renovado en la eclesiología ha animado a muchos a trasladarse a la «iglesia alta»,[3] esto es, hacia la ortodoxia oriental, al catolicismo romano y a las tradiciones anglicanas. En un vasto número de exploraciones aprendidas y creadas de la eclesiología por los eruditos evangélicos, carismáticos y pentecostales, he notado una tendencia a pasar por alto la Reforma. La suposición, parece ser, que los reformadores como Lutero y Calvino estaban interesados en la soteriología y no en la eclesiología, y que incluso si alguien encontrara útil el énfasis de ellos, uno tendría que buscar en otro sitio relatos más fuertes acerca de esta última. Sin embargo, Avis está en lo cierto: la eclesiología y la soteriología estaban relacionadas de manera integrada en las enseñanzas y en la práctica de los reformadores magisteriales. Uno incluso podría decir que la tradición reformada estaba particularmente interesada en la eclesiología.
La eclesiología y la Reforma
Bajo el reinado de Eduardo, el arzobispo Cranmer solicitó la ayuda de Martin Bucer y de Peter Martyr Vermigli para realizar mayores reformas, lo que dio como resultado el Libro de Oración revisado y varios cambios en la disciplina y el gobierno. Mientras el pietismo luterano tendía a ignorar el ministerio formal y el gobierno de la iglesia visible a favor de las reuniones informales de los cristianos verdaderamente comprometidos, el puritanismo fue distinguido por su compromiso con la reforma de la iglesia visible. En vez de aislarse en conciliábulos y de evitar a la iglesia oficial cuanto fuera posible, los puritanos estaban tan interesados como los ortodoxos, los católicos romanos o los puritanos no anglicanos en las formas públicas, los rituales y en el gobierno de la iglesia visible. De hecho, ellos se dedicaban a la iglesia establecida, sea como episcopales, presbiterianos o independientes. Incluso en las críticas de la liturgia establecida bajo el reinado de Elizabeth I, los argumentos no se hicieron en base a los principios de informalidad, la espontaneidad ni del individualismo, sino en el principio de sola Scriptura: el rechazo a atar las conciencias a cualquier forma de adoración que no haya sido ordenada expresamente en la Escritura. Precisamente debido al orden visible, el gobierno, la liturgia y la disciplina de la iglesia eran de tal importancia, que los puritanos estaban dispuestos a abandonarlo todo, aun hasta sus vidas, si era necesario, para una mayor reforma de la iglesia. Es el evangelio lo que hace a la iglesia una (con una fe que es personal pero jamás privada), santa (santificada por la palabra de verdad, [Jn. 17:17]), católica (de todas las naciones y generaciones) y apostólica (anclada a la doctrina apostólica y no en un supuesto «apóstol» contemporáneo). Así, esta iglesia verdadera —la iglesia única, santa, católica y apostólica— es «la congregación de todos los creyentes» (Confesión de Augsburgo VII; Confesión Belga XXVII), la «comunidad elegida» (Catecismo de Heidelberg, pregunta 54). De momento, sin embargo, esta iglesia católica ha sido más visible en unos tiempos que en otros. Y las iglesias específicas que son parte de ella, son más puras o menos puras, de acuerdo como se enseñe y se abrace la doctrina del evangelio, se administren los sacramentos y se celebre con mayor o menor pureza el culto público en ellas (Confesión de Westminster, XXV.IV).[4]
Dos extremos a evitar
Por tanto, hay dos extremos a evitar al interpretar la relación de la Reforma con la eclesiología. El primero es a subestimar el interés de los reformadores con respecto a la eclesiología, como si lo único que les hubiera importado era recuperar algunas solas. Un análisis superficial de las confesiones y catecismos luteranos y reformados disipará tal equivocación. En una extraña ironía de la historia, Lutero incluyó la disciplina como una marca de la iglesia en On Councils [Sobre los concilios], aunque no fue el caso de Calvino, ni del Libro Luterano de la Concordia, ¡ni de las iglesias reformadas! No hay un artículo dedicado a la doctrina de la elección, mucho menos a los «cinco puntos del Calvinismo» en el Catecismo de Ginebra de Calvino; pero sí hay varios sobre los sacramentos. Esto no tiene la intención de desmerecer las doctrinas de la gracia: Calvino ciertamente defendía la doble predestinación con un vigor agustiniano. En vez de ello, es para señalar el sentido de proporción que la Reforma le daba a toda la enseñanza de la Escritura y, dentro de ella, la importancia notable que se le daba a la doctrina de la iglesia. El segundo error es exagerar el rol de la eclesiología, como si la Reforma se hubiera tratado solamente de la doctrina de la iglesia en lugar de tratarse del evangelio. Estas dos suposiciones surgen de una falsa elección entre el evangelio y la iglesia. Para los reformados, estas no eran compartimientos sellados hermenéuticamente. De nuevo, el punto de Avis anteriormente mencionado es correcto: las tradiciones luteranas y reformadas enfatizaron que el evangelio es un mensaje sobre un hecho histórico aparte de nosotros y de nuestra experiencia, la justicia ajena de Cristo imputada a pecadores solamente por medio de la fe. Además, insistían en que el medio por el cual el evangelio llega a nosotros es externo. No descubrimos la verdad buscando dentro de nuestras almas individuales, sino por medio de la proclamación pública de la Palabra y de la administración del bautismo y la Cena del Señor — sometiéndonos a la disciplina que nos mantiene bajo el cuidado de Cristo hasta el final de nuestra vida. Lutero y Calvino eran partidarios de la declaración de Cipriano, «Nadie puede tener a Dios por Padre si no tiene a la Iglesia por Madre». Al igual que sus miembros individuales, la iglesia corporativa es pecadora y justificada, simultáneamente. Aún no es la esposa sin mancha, sino la novia que siempre debe confesar sus pecados. Contra todo perfeccionismo, que detectaban especialmente en los anabaptistas, los reformadores exhortaban a los creyentes a no imaginar que podrían estar en comunión con Cristo mientras se incomunicaban a sí mismos de la comunión de los santos. A la vez que el evangelio y la iglesia eran inseparables, los reformadores creían que lo segundo era la fuente de lo primero. Ellos afirmaban con insistencia que la iglesia es la creatura verbi —la criatura del mundo. No era de extrañar que Roma se considerara a sí misma como la madre de la Escritura, ya que se veía a sí misma como la dispensadora de la gracia. Se creía que a Pedro y a sus sucesores se les habían dado las llaves del reino, y esto significaba —antes del siglo XV— que el «tesoro de los méritos» (las recompensas acumuladas de María y de los santos) era similar a un banco central al cual el papa se le había dado la potestad. Si la salvación es de la iglesia, entonces tiene sentido decir que la iglesia es la fuente del evangelio y, por tanto, nace de sí misma.
El error de los anabaptistas
Sin embargo, los anabaptistas no estaban menos errados que Roma con respecto al evangelio. Tal como lo observa el teólogo anabaptista Thomas N. Finger, las actitudes para con la enseñanza de la Reforma acerca de la justificación iba desde el desinterés hasta la hostilidad absoluta.[5] Con una cosmovisión básicamente maniquea, el movimiento anabaptista estableció un agudo contraste entre la creación y la redención; entre todo lo físico, lo externo, lo que capturan los sentidos, lo público, lo formal y todo lo que es espiritual, lo interno, lo que el alma captura directa e inmediatamente, lo personal y lo espontáneo.[6] El objetivo de la salvación era la unión de los individuos con Dios: una rendición total, o Gellasenheit. Como ocurría a menudo en la enseñanza medieval tardía, la gracia era vista como una sustancia medicinal que el Espíritu Santo infundía directamente en el alma —esto es, aparte de la predicación y de los sacramentos— para ayudar al creyente en sus luchas para liberarse de todo lo humano y llegar a ser uno con lo divino. El evangelio, por consiguiente, era un mensaje interno de absorción mística en Dios. En consecuencia, la teología anabaptista era claramente dualista, contraponiendo su «luz interior» con los medios externos de gracia y la iglesia visible. En una conmovedora carta al Cardenal Sadoleto, Calvino se quejó de ser asaltado por «dos sectas» —«el papa y los anabaptistas» — las cuales, a pesar de ser algo diferentes entre sí, «se jactan de una manera extravagante del Espíritu» para distorsionar o distraerse de la Palabra de Dios.[7] Los reformadores tenían un nombre para esto: «entusiasmo». Con el significado literal del «Dios interior», se lamentaban de que la tendencia de confundirnos con Dios era una tentación permanente. En su pequeño catecismo (III. 4–15), Lutero afirmaba que Adán era el primer entusiasta. Su punto era que el anhelo de identificación de la Palabra de Dios con nuestra voz interna, en vez de escuchar la Escritura y predicarla, es parte integrante del pecado original. Todos somos entusiastas. Müntzer y otros radicales afirmaban que el Espíritu hablaba directamente con ellos, por encima, e incluso a veces, en contra de lo que él había revelado en la Escritura. La «palabra» secreta, privada e innata era contrastada con la «palabra externa que meramente golpea el aire».[8] Los reformadores insistían: ¿no es acaso lo que hace el papa? Mientras que las palabras entusiastas salen desde dentro hacia afuera (experiencias internas, la razón y la libre voluntad expresada exteriormente), Dios obra desde afuera hacia adentro (la Palabra y los sacramentos). “Por tanto, hemos y debemos mantener constantemente este punto”, asevera Lutero, “que Dios no desea tratar con nosotros de otra manera que no sea por medio de su Palabra hablada y de los sacramentos. Lo que sea que se considere como el Espíritu sin la Palabra ni los sacramentos es el mismo diablo» (SA III. 8.10).
El misticismo y nuestra experiencia religiosa estadounidense
Vemos el triunfo de este misticismo radical en la experiencia religiosa estadounidense, el cual ha sido caracterizado generalmente por algunos eruditos como «gnóstica».[9] Tal vez no sea de extrañar, especialmente por el hecho de que nuestra nueva nación se había convertido en un puerto de libertad para las sectas radicales que fueron expulsadas del Viejo Mundo para realizar sus experimentos sin molestias. El restauracionismo proclamaba el amanecer del cristianismo verdadero, el cual había sido echado bajo tierra desde la muerte de los apóstoles. El avivamentismo abogó por la antítesis de las sectas de los anabaptistas radicales y los pietistas. Para ejemplificar esta perspectiva, el teólogo bautista del sur E. Y. Mullins desarrolló la doctrina de la «competencia del alma» como la consecuencia de la filosofía transcendentalista más amplia de Ralph Waldo Emerson y William James. La idea es que nada ni nadie puede pararse entre Dios y el alma individual. La religión es intensamente individual y personal (es decir, autónoma) y nadie puede decirle a otra persona qué creer ni cómo vivir. Más recientemente, en su Revisioning Evangelical Theology [Revisando la teología evangélica], el teólogo Stanley Grenz argumentó a favor de la recuperación del legado pietista evangélico por encima de la ortodoxia protestante. «En años recientes», escribió, «hemos comenzado a sacar el foco de nuestra atención a la doctrina y lo hemos cambiado por el enfoque en la verdad proposicional a favor de un interés renovado en lo que constituye la incomparable visión evangélica de la espiritualidad».[10] Él recurre a los contrastes familiares: «base en los credos» contra la «piedad» (p. 57), «rituales religiosos» contra «hacer lo que haría Jesús» (p. 48), «nuestro diario andar» sobre la «asistencia a la adoración el domingo por la mañana» (p. 49) y el compromiso interno e individual sobre la identidad colectiva (pp. 49-53). « Una persona no viene a la iglesia para recibir la salvación», sino para recibir órdenes para la vida diaria (p. 49). Grenz agrega: «Practicamos el bautismo y la Cena del Señor, pero tenemos cautela al entender la importancia de esos ritos». Son «perpetuados no tanto por su valor como canales… de la gracia de Dios para con el comulgante, sino que le recuerdan al participante y a la comunidad acerca de la gracia de Dios que se ha recibido internamente». Son parte de una «respuesta obediente» (p. 48). Por tanto, el énfasis no está en Dios que crea una comunión de santos al conceder dones a través de sus medios de gracia, sino en el trabajo del pueblo que crea una sociedad de individuos piadososa través de los medios del compromiso. Dada la historia del entusiasmo, los hallazgos de Wade Clark Roof no resultan tan sorprendentes cuando el sociólogo estadounidense informa: «La distinción entre el “espíritu” y la “institución” es de gran importancia» para los que buscan lo espiritual hoy.[11] «El espíritu es el aspecto interno y vivencial de la religión; la institución es la forma externa y establecida de la misma».[12] También agrega: «La experiencia directa siempre es más confiable, aunque sólo fuera por su “interioridad” y su “individualidad” — dos cualidades que se han vuelto muy apreciadas en una cultura altamente expresiva y narcisista».[13]
Conclusión
La conexión entre la iglesia y el evangelio es mucho más profunda de lo que Paul Avis afirmó anteriormente. Si Cristo crea la iglesia a través de su evangelio (Ro. 10:14-15), entonces, y especialmente en el contexto de una iglesia dividida, la cuestión de encontrar la iglesia verdadera se vuelve más aguda. Pero la conexión es aún más profunda. La interpretación de Roma del mensaje del evangelio no puede más que generar una eclesiología que confunde a Cristo, la cabeza de la iglesia con sus ministros eclesiásticos. Si la salvación viene de la iglesia, entonces sí es cierto que ella es la madre no sólo de los fieles (lo cual afirmamos) sino también de la fe misma. De manera similar, el evangelio de los anabaptistas, centrado en el nacimiento interno y en la luz interna, sí puede generar una iglesia interna, donde los medios de las instituciones externas y los ministros de gracia son vistos como amenazas a la perfección personal del individuo. Pese a los diversos énfasis de las diferentes tradiciones, las presuposiciones eclesiológicas de la Reforma reflejan distintas convicciones con respecto al mensaje del evangelio. La salvación llega a nosotros desde afuera y forma una comunión de santos. No es por el ascenso del individuo hacia Dios, sino por el descenso de Dios hacia nosotros —en la carne— que somos nacidos de nuevo, justificados, santificados y finalmente glorificados. Con seguridad, la iglesia es la creación del Espíritu, pero por la Palabra de Dios. De este modo, creada en el acto público de oír la Palabra predicada, crece y se sostiene de manera ordenada conforme a dicha Palabra.
Nota del editor: Este artículo es parte de la Revista 9Marcas publicada por el ministerio 9Marks. Puedes adquirir la Revista impresa . También puedes descargarla gratuitamente directamente del sitio en internet es.9marks.org. Este artículo fue traducido por Natalia Armando. [1] Paul D. L. Avis, The Church in the Theology of the Reformers [La iglesia en la teología de los reformadores] (Atlanta: John Knox, 1981), 1 [2] Nota del editor: el diccionario Merriam-Webster define la frase «iglesia baja» («low church» en inglés) de la siguiente manera: «tendencia especialmente en el culto anglicano de minimizar el énfasis en el sacerdocio, los sacramentos y lo ceremonial en el culto y a menudo enfatizar principios evangélicos». [3] Nota del editor: el diccionario Merriam-Webster define la frase «iglesia alta» («high church» en inglés) de la siguiente manera: «favorecer, especialmente en la adoración anglicana, los elementos sacerdotales, litúrgicos, ceremoniales y tradicionales en la adoración». [4] La Confesión de fe de Westminster, cap. XXV.V, en el Trinity Hymnal [El himnario de la Trinidad], edición revisada (Atlanta/Philadelphia: Great Commission Publications, 1990), 863. [5] Thomas N. Finger, A Contemporary Anabaptist Theology: Biblical, Historical, Constructive [Una teología anabaptista contemporánea: bíblica, histórica, constructiva] (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2004), 562-564. Aunque en algunos aspectos más radicales en su distanciamiento de la iglesia medieval que los reformadores, los anabaptistas estaban más cerca a Roma cuando se trataba de la justificación. El teólogo anabaptista contemporáneo Thomas Finger observa que «Robert Friedman encontró “una perspectiva forense de la gracia, en la cual el pecador es… justificado sin merecerlo… simplemente inaceptable” para los anabaptistas. Eruditos que presentan su obra con más matices como lo hace Arnold Snyder pueden afirmar que los anabaptistas históricos “nunca hablaron sobre ser ‘justificados por la fe’”». [6] Thomas N. Finger, A Contemporary Anabaptist Theology: Biblical, Historical, Constructive [Una teología anabaptista contemporánea: bíblica, histórica, constructiva] (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 2004), 563. [7] Juan Calvino, Reply by Calvin to Cardinal Sadolet’s Letter [Respuesta de Calvino a la carta del Cardenal Sadoleto], en Tracts and Treatises on the Reformation of the Church [Folletos y tratados sobre la Reforma de la Iglesia], ed. Thomas F. Torrance; trans., Henry Beveridge (reprint of Calvin Translation Society edition: Baker, 1958), I, 36. [8] Ver, por ejemplo, Thomas Müntzer, “The Prague Protest” [«La protesta de Praga»] en The Radical Reformation: Cambridge Texts in the History of Political Thought [La Reforma radical: textos de Cambridge en la historia del pensamiento político], ed. y trad. Michael G. Baylor (Cambridge: Cambridge University Press, 1991), 2-7; “Sermon to the Princes” [«Sermón a los principles»], The Radical Reformation [La Reforma radical], 20. Cf. Thomas N. Finger, “Sources for Contemporary Spirituality: Anabaptist and Pietist Contributions” [«Fuentes de la espiritualidad contemporánea: contibuciones anabaptistas y pietistas»], Brethren Life and Thought 51, no. 1-2 (Winter/Spring 2006): 37. [9] Philip Lee, Against the Protestant Gnostics [Contra los gnósticos protestantes] (New York: Oxford University Press, 1993); Harold Bloom, The American Religion: The Emergence of the Post-Christian Nation [La religión estadounidense: el surgimiento de la nación post-cristiana] (New York: Simon and Schuster, 1992). [10] Stanley Grenz, Revisioning Evangelical Theology: A Fresh Agenda for the 21st Century [Revisando la teología evangélica: una agenda fresca para el siglo XXI] (Downers Grove, IL: InterVarsity Press, 1993), 56. Ver también Veli-Matti Karkkainen; ed. Amos Yong, Toward a Pneumatological Theology: Pentecostal and Ecumenical Perspectives on Ecclesiology, Soteriology, and Theology of Mission [Hacia una teología pneumatológica: perspectivas pentecostales y ecuménicas sobre la eclesiología, la soteriología y la teología de la misión] (Lanham, MD: University Press of America, 2002), 9-37. En todos estos casos, se presenta una «hermenéutica pneumatológica» como la manera de lograr una reconciliación con Roma. [11] Wade Clark Roof, A Generation of Seekers: The Spiritual Journeys of the Baby Boom Generation [Una generación de buscadores: los peregrinajes espirituales de la generación posterior a la segunda guerra mundial] (San Francisco: HarperCollins, 1993), 23. [12] Wade Clark Roof, A Generation of Seekers [Una generación de buscadores], 30. [13] Clark Roof, A Generation of Seekers [Una generación de buscadores], 67.