Si confesamos nuestros pecados, Él es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad (1 Juan 1:9) Seguro que este no es un pasaje extraño para muchos de nosotros. El mensaje es claro, directo: Si confesamos nuestros pecados, el Señor nos perdona y nos limpia. Hasta allí no hay problema, el gran interrogante que surge es: ¿a quién? Muchas personas que luchan con esta pregunta y sin pensar mucho en la respuesta, mantienen en condiciones de pecado oculto que termina por matar sus vidas espirituales. No cabe duda que la confesión es un medio de gracia que el Señor nos ha dado para nuestra santificación y algo de lo que no debemos privarnos. Confesar los pecados es el primer paso para lidiar con ellos y mortificarlos definitivamente; por lo tanto, conviene definir qué es lo que la biblia nos dice acerca de esto, cuál debe ser la actitud y la forma correcta.
Derribando ideas equivocadas
Es necesario dejar en claro que la práctica bíblica de la confesión de pecado no es un asunto exclusivo de la iglesia católica romana, de hecho, ni siquiera guardan relación en las formas; sin embargo, existe confusión acerca de la manera en que debe observarse y es por eso muy común ver iglesias evangélicas que lo único que les hace falta es un cajón de madera con una pequeña ventana al lado del púlpito. Uno de los logros de la reforma protestante fue traer luz sobre la doctrina del sacerdocio de los creyentes, que todos tenemos el mismo acceso al Padre por medio de Jesucristo, nuestro Sumo Sacerdote y que no hay creyentes con algún grado superior de comunicación con Dios en relación a otros. En ese sentido, ni los pastores ni ningún otro liderazgo espiritual ejerce alguna especie de sacerdocio o mediación que les permita ser los exclusivos receptores de las confesiones de pecado de los creyentes. Muchos hermanos, tal vez con buenas intenciones, ven en sus pastores una especie de sacerdotes, encargados de recibir sus cargas e imponerles penitencia por medio de la disciplina eclesiástica; pero nada está más alejado de la verdad que la biblia presenta. Uno de los errores más graves que ha venido como resultado de este mal entendimiento de la confesión, es creer que lo que requiere alguien que ha pecado es disciplina correctiva; ser alejado de sus actividades de servicio regulares, si las tiene, o de la Cena del Señor como una especie de castigo, y no un tratamiento real del pecado por medio de la Palabra de Dios, la oración y la consejería bíblica. Pero entonces, ¿a quién confesamos? y si nos dirigimos a nuestros pastores o líderes ¿cuándo y de qué manera?
Confesamos nuestros pecados al Señor
Te manifesté mi pecado, y no encubrí mi iniquidad. Dije: Confesaré mis transgresiones al Señor; y tú perdonaste la culpa de mi pecado. (Sal 32:5) Una de las marcas de un verdadero cristiano es su constante disposición por ir al Señor continuamente en arrepentimiento. Nosotros somos pecadores que han sido redimidos pero que lidian aún con los rastros de una carne que sigue vendida al pecado (Rom 7:14), de modo que humillarnos en confesión ante el Señor es mostrar nuestra dependencia de él. La salvación, de hecho, comienza con confesar nuestros pecados luego de haber sido convencidos de ellos en el arrepentimiento (Romanos 10:9-10). Antes de ir donde alguien más, a donde debemos ir primero es al Señor. La mayoría de veces, eso será suficiente, pero hay pecados que requieren que seamos más intencionales en nuestra disposición de lidiar con ellos y trabajar en mortificarlos. Nuestro corazón puede engañarnos y creer que podemos negociar todos nuestros pecados en secreto con el Señor mientras vemos morir nuestra vida espiritual, por lo que es aquí donde se hace importante aprovechar la bendición que la iglesia es para nosotros. Pecados grandes, pecados pequeños
Confesamos nuestros pecados los unos a los otros
Por tanto, confesaos vuestros pecados unos a otros, y orad unos por otros para que seáis sanados (Stg 5:16) Dios nos ha dado la vida de comunión precisamente para que podamos ayudarnos mientras corremos esta carrera y una de las bendiciones de esta comunión es encontrar aliados en nuestra lucha contra el pecado que nos asedia. Si somos creyentes verdaderos vamos a valorar el tener un cuerpo de creyentes a nuestro alrededor. No somos miembros de una iglesia solo por tener una tarjeta de membresía; lo somos porque es el medio que el Señor nos dejó para que pudiéramos, entre otras cosas, rendirnos cuentas. Esa es precisamente la razón por la cual nos congregamos y nos consideramos unos a otros, para estimularnos al amor y a las buenas obras (Heb 10:24) Confesar nuestros pecados a otros hermanos, ya sea pastor o no, es la manera en que reconocemos que necesitamos de las oraciones, la mentoría, el cuidado, la consejería, la disciplina y el pastoreo de otros mientras batallamos. Llevar los pecados en secreto es un acto de egoísmo, pero también un acto de orgullo y autosuficiencia mortal. Se requiere de verdadera humildad, la que proviene del Evangelio, para reconocer que somos débiles y que necesitamos ayuda. Los pecados ocultos, especialmente los que se convierten en pecados habituales, tienden a generar un sentimiento de conformismo pasmoso, dañino, por cierto; creemos que podemos arreglarlo a nuestra manera, pero mientras, el tiempo pasa y nada se arregla. Debemos correr a los brazos de la Iglesia, a hermanos maduros en los que veamos las evidencias de la obra del Señor y buscar soporte. Es aquí donde nuestros pastores son vitales. Vamos a ellos porque ellos cuidan de nuestras almas (Heb 13:17, 1 Ped 5:1), no porque sean un sacerdocio más cercano a Dios sino porque reconocemos sus dones y la manera en que el Señor los ha dotado para ese trabajo, misma dotación que podría estar en hermanos con más tiempo en el Señor e incluso en aquellos que hayan atravesado y lidiado con situaciones similares a las muestras. Un soldado no puede morir desangrado en el campo de batalla rodeado de otros compañeros solo porque no tiene la humildad para pedir ayuda. Es así como un creyente no puede ver morir su vida espiritual, siendo devorado por el pecado, solo porque no tiene la humildad suficiente para confesarlos y trabajar en ellos. Damos gracias al Señor por sus misericordias. Porque no nos ha dejado solo en este intenso y casi mortal campo de batalla. Gracias al Señor por la Iglesia, por el cuerpo de hermanos fieles en quienes encontramos sustento y socorro. Bendito sea el Señor. ¡Amén!