PRESENTADOR:
Bienvenidos una vez más al podcast John Piper Responde. Hoy estaremos en el libro de los Salmos, al cual nos ha dirigido una oyente llamada Sarah. Ella nos escribe lo siguiente: “Hola, pastor John. Muchas gracias a usted y a Tony por este podcast. Cuando leo los Salmos, obtengo una imagen asombrosa de la vida emocional de la fe. Estoy agradecida por una imagen tan vívida de lo que significa ser creyente y del espectro de emociones que sentimos, y de cómo el salmista nos muestra cómo procesar estas emociones. Pero luego llego a lugares de los Salmos que me resultan más chocantes y extraños, por ejemplo, los que hablan del dolor físico y lo conectan con el perdón de los pecados. Obviamente debemos tener cuidado de no conectar todo sufrimiento físico con la culpa directa por un pecado específico. Pero tal vez debamos tener cuidado también de no descartar que algunos de nuestros dolores físicos estén relacionados con pecados específicos. Esto aparece específicamente en el Salmo 31:9-10 y en el Salmo 32:1-5. ¿Puede explicar estos textos y hablar de las consecuencias físicas de nuestra culpa, y de la salud física en relación con la liberación que pueden venir con el perdón? Nunca he escuchado a sólidos maestros de la Biblia, predicadores o teólogos —ni siquiera a cristianos que son expertos de la salud— relacionar el pecado oculto, el tormento de la culpa y la liberación del perdón con nuestro bienestar físico. ¿Hasta qué punto podemos establecer esta conexión? ¿Y cómo ha visto usted este vínculo espiritual-físico en su propio ministerio?”.
JOHN PIPER:
No tengo ninguna duda de que Sarah tiene razón: debemos tomarnos en serio los Salmos cuando describen que las dolencias físicas a veces son causadas por un pecado no confesado. Ahora bien, una de las razones por las que digo “a veces” es porque en Juan 9 los discípulos de Jesús vieron a un ciego y le preguntaron: “‘Rabí, ¿quién pecó, este o sus padres, para que naciera ciego?’. Jesús respondió: ‘Ni este pecó, ni sus padres; sino que está ciego para que las obras de Dios se manifiesten en él’” (Juan 9:2-3).
Por tanto, deduzco de ese pasaje que debemos tener mucho cuidado de no suponer que una determinada enfermedad o discapacidad se debe a un pecado en particular —lo dijo Sarah, y solo quería subrayarlo—, aunque sepamos que toda enfermedad y toda discapacidad se deben a la existencia del pecado en general. Dios sometió al mundo a vanidad, al mundo entero: incluidos nuestros cuerpos y toda la creación (Romanos 8:20). Todos vivimos en un mundo caído y desordenado. Y todos —sin excepciones, todos nosotros— sufrimos y morimos a causa de ese mundo caído, desordenado y condenado, incluso cuando no hemos cometido un pecado específico que haya hecho caer sobre nosotros una enfermedad específica.
Ahora bien, aquí hay algo que Sarah no mencionó y que creo que debemos añadir como una cuidadosa aclaración. El hecho de que Cristo llevara todos nuestros pecados, absorbiera toda la ira de Dios contra nosotros y comprara nuestra perfecta y eterna sanidad —sin enfermedad, sin lágrimas, sin llanto y sin dolor— no significa que Dios no envíe enfermedades y dificultades a nuestras vidas para disciplinarnos como Sus hijos y para santificarnos. Eso no es ira. Jesús llevó la ira, la condenación y el juicio sobre Sí. Eso ha quedado atrás. Ya no sufrimos eso. Lo que sufrimos es una disciplina paternal, una terapia similar a la de un médico. Recuerda la espina en la carne de Pablo dada para evitar que se enalteciera (2 Corintios 12:7). Y recuerda la dolorosa disciplina de Hebreos 12:3-11.
Ahora bien, teniendo todo eso en cuenta, no debemos dudar que, en los Salmos, encontramos una verdadera experiencia cristiana que nos dice que las miserias físicas se deben a veces a un pecado no confesado. Veo esto en los Salmos, y lo he visto con mis propios ojos, en mi propia experiencia. Mencionaré eso al final, pero permíteme detenerme en la Palabra por un momento.
Disciplinados por el pecado
El Salmo 31:9-10 dice:
Ten piedad de mí, oh Señor, porque estoy en angustia;
Se consumen de sufrir mis ojos, mi alma y mis entrañas.
Pues mi vida se gasta en tristeza
Y mis años en suspiros;
Mis fuerzas se agotan a causa de mi iniquidad,
Y se ha consumido mi cuerpo.
Aquí, el salmista atribuye la pérdida de sus fuerzas y el desgaste de sus huesos a su iniquidad. Ahora, hay una pequeña trampa en esta explicación. Él podría estar pensando en la totalidad de las penurias de su vida y en la caída en pecado en general, porque dice: “mis años [se gastan] en suspiros”, no solo un día, una semana o un mes. Quiero ser cuidadoso y no basar mi argumento en este ejemplo en particular, aunque podría ser así. Es posible que se refiera a una enfermedad específica y limitada debida a un pecado específico. Y hay indicios de ello en el contexto debido al paralelismo entre los huesos que se desgastan, que aparece de nuevo en el Salmo 32. Por tanto, solo quiero tener cuidado y no basar mi argumento en este ejemplo en particular, aunque podría ser así. Pero quiero ser cuidadoso.
No me cabe la menor duda de que en el Salmo 32 estamos hablando de un pecado específico, no confesado, y de sus consecuencias físicas. Así que, mirando atrás al cambio de su corazón y al momento en que recibió el perdón, él dice: “¡Cuán bienaventurado es aquel cuya transgresión es perdonada, cuyo pecado es cubierto! ¡Cuán bienaventurado —está muy feliz por lo que ha sucedido en su vida— es el hombre a quien el Señor no culpa de iniquidad, y en cuyo espíritu no hay engaño!” (Salmo 32:1-2).
Y ahora viene, en el Salmo, su recuerdo de aquella época en que no había confesado su pecado. Y continúa diciendo: “Mientras callé mi pecado, mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día. Porque día y noche Tu mano pesaba sobre mí; mi vitalidad se desvanecía con el calor del verano” (Salmo 32:3-4).
Y luego recuerda su confesión, el perdón que recibió y su sanidad. Él dice: “Te manifesté mi pecado, y no encubrí mi iniquidad. Dije: ‘Confesaré mis transgresiones al Señor’; y Tú perdonaste la culpa de mi pecado” (Salmo 32:5).
Aferrado a la misericordia
Vemos una situación similar en el Salmo 107. Sarah no se refirió a este Salmo, pero ha sido tan útil para mí en la consejería pastoral como cualquier otro texto en este sentido para ministrar a personas que sienten que han pecado y se han alejado de la bendición de Dios. El Salmo 107:17-21 dice:
Por causa de sus caminos rebeldes,
Y por causa de sus iniquidades, los insensatos fueron afligidos.
Su alma aborreció todo alimento,
Y se acercaron hasta las puertas de la muerte.
Entonces en su angustia clamaron al Señor
Y Él los salvó de sus aflicciones.
Él envió Su palabra y los sanó
Y los libró de la muerte.
Que ellos den gracias al Señor por Su misericordia
Y por Sus maravillas para con los hijos de los hombres.
Y aquí hay un pasaje más al que yo llamo el pasaje de la “culpa visceral”. Estudiando estos versículos formulé la frase “culpa visceral”. Una persona verdaderamente piadosa ha pecado. Está sentada bajo la oscuridad de la disciplina y la miseria que Dios le ha enviado. Pero esta persona piadosa no dejará escapar la misericordia de Dios, o como diríamos hoy, de este lado de la cruz, no dejará escapar la justificación comprada con sangre que tenemos en Cristo. El pasaje que está en mi mente es Miqueas 7:8-9:
No te alegres de mí, enemiga mía. Aunque caiga, me levantaré, aunque more en tinieblas [ahí está ahora], el Señor es mi luz. La indignación del Señor soportaré, porque he pecado contra Él, hasta que defienda mi causa y establezca mi derecho [Dios no está contra mí, está a mi favor]. Él me sacará a la luz, y yo veré Su justicia.
Así que, teniendo en cuenta esos pasajes de manera práctica, yo diría lo siguiente: que ninguno de nosotros continúe en pecado, que ninguno de nosotros esconda ese pecado de los demás y se niegue a confesarlo a Dios y a abandonarlo. Si realmente somos hijos de Dios, y hacemos eso —es decir, si no confesamos nuestros pecados— debemos esperar que esa temporada de falsedad e hipocresía haga caer sobre nosotros la vara de la disciplina de Dios. Si Él nos ama, debemos esperar esa disciplina.
El regalo de la miseria
Yo tenía un muy buen amigo a quien descubrí en un pecado grave. Yo mismo lo vi. Este era un pecado serio con el que estaba destruyendo su matrimonio, su ministerio y su vida. Cuando lo exhorté a que confesara a aquellos contra quienes había pecado, él negó que fuera verdad. Hizo esto durante unas seis semanas, y yo observaba su engaño y su creciente miseria y deterioro físico.
Y entonces, una noche, me llamó bastante tarde y me dijo: “Tenemos que vernos”. Llamé a otros amigos y nos reunimos. Mientras estábamos sentados, citó el Salmo 32:3-4: “Mientras callé mi pecado, mi cuerpo se consumió con mi gemir durante todo el día. Porque día y noche Tu mano pesaba sobre mí; mi vitalidad se desvanecía con el calor del verano”.
Así pues, la miseria —su miseria de aquellas seis semanas— fue un regalo. La miseria y el dolor físico fueron un don. Salvó su matrimonio. Así que, como dice Hebreos 12:11: “Al presente ninguna disciplina parece ser causa de gozo, sino de tristeza. Sin embargo, a los que han sido ejercitados por medio de ella, después les da fruto apacible de justicia”.
Episodio original en inglés: https://www.desiringgod.org/interviews/does-hidden-sin-bring-physical-suffering