Porque la casa de un hombre es su castillo, et domus sua cuique est tutissimum refugium [y el hogar de cada hombre es su refugio más seguro]. Esto fue establecido como derecho común por el abogado y político Sir Edward Coke en «La Institución de las Leyes de Inglaterra», en 1628. A lo largo de los siglos ha significado cosas diferentes para distintas personas, pero, en términos generales, significa que una persona puede hacer lo que desee dentro de los límites de su propio hogar sin la interferencia de organismos y/o personas externas. Nuestro hogar es el lugar donde nos refugiamos de las presiones del mundo exterior. Es el lugar donde el núcleo familiar se siente a salvo y seguro de los que le rodean. Es nuestro retiro de un duro día de trabajo. Es nuestro oasis del estrés del frenético ritmo de nuestro mundo moderno. Es la seguridad. Es protección. Es un santuario. Es el hogar.
Un hogar se convirtió en mi hogar
Poco después de mi bautismo, me mudé al altillo de una pareja llamada Bernard y Joan, que vivían no muy lejos de la iglesia donde me había convertido. Tendrían unos 50 años y sus hijos mayores ya se habían ido de casa. No tenía dónde ir y me abrieron su casa. No me conocían realmente. Lo único que sabían de mí era que acababa de salir de la cárcel por varios delitos violentos y que había sido drogadicto y traficante. Sabían que había sido un mentiroso y un ladrón. Sabían que no había trabajado durante años. Sabían que estaba enfadado, era agresivo y silencioso (la mayor parte del tiempo). Sabían que había vivido en la calle y fuera de ella durante años. Sin embargo, a pesar de sus recelos, me abrieron su casa y me dieron una habitación. Sin que yo lo supiera en aquel momento, resultó ser algo más que una habitación en un ático reconvertido. Se convirtió en mi hogar. Se convirtieron en mi familia. Al principio no me fiaba, era paranoico y sospechaba de sus motivos. ¿Por qué me dejaban entrar en su casa? No me conocían. ¿Qué querían? ¿Qué conseguían con ello? (No podía ser dinero porque no tenía). ¿Les caería bien? ¿Les gustaría? ¿Me echarían sin motivo? (Me daba tanto miedo que no deshice la maleta durante meses y dormí en el suelo junto a la cama para no ponerme demasiado cómodo). Me escondía en esa habitación durante horas y me arrastraba para no hacer ruido. Me llevaba la comida a escondidas a mi habitación y comía solo, escuchando las risas y las conversaciones de la mesa del comedor cuando los invitados se unían a ellos para comer. (Siempre me pedían que me uniera a ellos y yo siempre me negaba, demasiado avergonzado para sentarme con extraños y sus amigos). Con el paso de los meses empecé a relajarme (y ellos también). Comenzó cuando me uní a ellos para desayunar una mañana. Sólo un plato rápido de cereales. Se acabó en cinco minutos y la conversación fue breve, prácticamente monosilábica. Luego, a la hora de comer, un plato de sopa y unas pocas frases de conversación. Luego, una cena con patatas fritas y el relato de una historia divertida. Pronto se convirtió en preguntas sobre mi día (me había matriculado recientemente en una universidad para obtener algunas cualificaciones). Cuando me di cuenta de que me preguntaban por interés y no para intentar pillarme, me volví más comunicativo. Me enseñaron a cocinar, a usar la lavadora, a presupuestar y a hacer cientos de cosas más. Aprendí a ayudar en la casa (cuando me lo pedían) y me senté a la mesa con la familia para hablar de mi día y de las cosas del Señor. Cuando me enfadaba, lo que muy a menudo sucedía, me hacían sentarme y enfrentarme a mis demonios (cosa que odiaba). Hoy en día, lo llamaríamos «lidiar con nuestros problemas del corazón». Pero fue bueno para mí. Había crecido aprendiendo a desahogar la ira y nunca a considerar las razones que había detrás de mis emociones. Me di cuenta de que ya no era un invitado cuando me invitaron a ir a unas vacaciones familiares. Bueno, digo «invitado». Era más bien una orden. «Te vienes con nosotros», me dijeron. Sin discusión. Sin pensarlo. Me había convertido en un miembro de la familia sin darme cuenta. Cada vez pasaba menos tiempo encerrado en mi habitación y más tiempo sentado en la mesa del comedor, participando en las conversaciones familiares. Incluso aprendí a jugar a juegos de mesa, algo que había hecho pocas veces en mi infancia. Aprendí a encontrar alegría y diversión en las pequeñas cosas de la vida. Nunca había estado en un hogar así. Nunca había experimentado nada parecido. Aunque me esforcé por no hacerlo, empecé a quererlo. Me causó una profunda impresión. Me cambió para siempre. Quería una vida así. Quería sentarme con mi propia familia alrededor de mi propia mesita. Quería una casa llena de risas. Quería mi propio hogar.
Punto de inflexión
Pero todo podría haber sido muy diferente si hubiera tomado otra decisión un día soleado, no mucho después de estar allí. Recuerdo que, a los pocos meses, tenía la abrumadora sensación de querer marcharme y volver a la calle. Quería recuperar mi antigua forma de vida. La echaba de menos. Sentía que estaba perdiendo mi verdadero yo cuanto más avanzaba en el camino del cristianismo. Odiaba tener que tomar siempre las decisiones correctas. Odiaba tener que considerar siempre mis palabras antes de hablar. Odiaba tener que disculparme cuando decía o hacía algo incorrecto (que era a menudo). Odiaba tener que rodearme de gente de clase media todo el tiempo con su insufrible charla. Quería volver a la calle. Casi me convencí de que la antigua vida era mejor. Que el antiguo yo era más feliz. Pero no lo era. Era miserable y solitario. Estaba oscuro y deprimido. El verdadero problema era que no me gustaba que me dijeran lo que tenía que hacer. No me gustaba tener que explicar mis acciones cuando pecaba contra otra persona. Me decía que me gustaba mi libertad, pero la realidad era que me gustaba mi pecado. Me gustaba una vida en la que hacía lo que quería, cuando quería y como quería. Me gustaba la sensación de ser grosero con la gente sólo porque podía serlo. Me gustaba ser mi propio hombre aunque todas estas cosas me hacían profundamente infeliz. Me gustaba la falta de responsabilidad. Me gustaba culpar a los demás de todos los males de mi vida. Una tarde de sol, me senté a golpear las piernas contra el muro del jardín trasero de esta casa y me pregunté si debía quedarme o marcharme. No había nadie. Todos habían salido a trabajar. Podía hacer una maleta e irme tranquilamente. Un tren rápido a otra ciudad y podría dejar todo esto atrás y empezar de nuevo. Volví a mirar esta casa y, en ese momento, supe que si la dejaba, mi vida se acabaría. No habría vuelta atrás. Sería una vida de crimen para mí. Una vida entrando y saliendo de la cárcel. Una vida de vuelta a las drogas y constantemente en problemas. Aunque parezca estúpido decirlo ahora, seguía siendo tentador. Todavía era mejor en mi mente que una vida de ser bueno, leer la Biblia, ir a la iglesia, sentarse a comer y hablar de mis sentimientos. No habría más familia. No habría más bromas alrededor de la mesa. Mi sueño de un hogar se iría conmigo. Así que me quedé. Luché contra mis demonios personales y mi extraña capacidad para estropear las cosas. Elegí, al menos para mí en ese momento, el camino más difícil. Volví a entrar en esa casa y nunca miré atrás. Nunca más tuve la tentación de volver a las calles. Durante los siguientes cuatro años ese lugar fue mi hogar. Me acompañó durante la universidad, el seminario y hasta mi matrimonio con Miriam. Cuando era niño, solía jugar a un juego en la escuela llamado «Tig» (conocido en nuestro idioma como la mancha, las traes, pinta). Siempre había alguien que era «mancha», y su trabajo consistía en tocar a alguien y «pasarla». En cuanto Miriam y yo tuvimos nuestra primera casa juntos, nos dimos cuenta de que éramos eso. Nuestro trabajo era transmitirlo. ¿Qué era? Fue la amabilidad y la hospitalidad que me mostraron esa pareja de desconocidos que, en última instancia, me enseñaron una vida mejor y una manera mejor de vivir. Sus acciones, hace ya casi 20 años, se han transmitido a muchos, ya sean jóvenes y mayores, hombres y mujeres, que han compartido nuestro hogar y nuestra vida familiar durante todo ese tiempo. Lo que hicieron, intencionadamente o no, fue modelar para mí cómo debe ser un hogar cristiano. No sólo me invitaron a comer un domingo, sino que me invitaron a su vida. Y lo que hicieron me cambió para siempre. La gente viene a menudo a visitar nuestro ministerio y conoce a algunos de los personajes que viven en nuestro hogar. Hemos tenido muchos a lo largo de los años. Hombres y mujeres. Jóvenes y mayores. Hemos tenido enfermos mentales graves. Hemos tenido algunos muy violentos. Hemos tenido adictos y alcohólicos. Hemos tenido criminales en abundancia. ¿Por qué lo haces? Esa es siempre la pregunta. Seguida de cerca por «¿No te preocupas por tus hijas?» (Tengo dos hijas). Por supuesto, a veces me preocupo por mis hijas. Todos los padres lo hacen.
Entonces, ¿por qué lo hacemos?
¿Por razones bíblicas? En realidad no. Es decir, no hay ningún imperativo bíblico para invitar a completos extraños a tu casa a compartir tu vida. Por supuesto, está la cuestión de la hospitalidad. Pero creo que lo que muchos de nosotros hacemos aquí en Niddrie va más allá de eso. Algunos piensan que lo hacemos por dinero. (Mi mujer y yo lo encontramos muy divertido). Lo hacemos porque podemos. Lo hacemos porque queremos. Lo hacemos porque hace 20 años, una pareja mayor de la iglesia rompió con toda su visión del mundo y su cómoda vida y me permitió entrar en su casa. Me dieron más que una cama y una comida. Me hicieron parte de la familia. Lo hacemos porque hemos visto que los que se quedan en los hogares de los cristianos en los primeros años de su fe son mucho, mucho, mucho más propensos a mantener el rumbo a largo plazo en lugar de volver a su antigua vida (con tristes excepciones, por supuesto). Lo hacemos porque trae una alegría especial a nuestros corazones el compartir lo que tenemos con aquellos que no tienen nada. Lo hacemos porque el discipulado es más que el intercambio de información, sino el compartir toda la vida. Lo hacemos porque realmente queremos ver a la gente avanzar en su camino con Jesús. Queremos que vean cómo es una familia cristiana en la vida real, con sus peleas y todo. Las discusiones. Los pecados. Las risas. La diversión. El arrepentimiento. El amor. Tarde o temprano, cada uno de nuestros invitados tiene su propio momento de «jardín trasero». Sucede sin falta. Salen a fumar y tienen la tentación de no volver jamás. Algunos han «ido de compras» y se han quedado fuera para siempre. Algunos se han ido y han vuelto una vez que se han dado cuenta de su error. Otros han trabajado y se han quedado. Los que hacen esto último siempre, sin falta, siguen adelante en su camino con Jesús. Se convierten en mejores padres. Mejores padres/madres/hijos/hijas. Aprenden el valor de una vida sacrificada. Ellos también aprenden a transmitirlo. Nosotros los cristianos tenemos la responsabilidad de pasar el legado de las buenas noticias, pero creo firmemente que también pasamos el legado de las buenas acciones. No quiero que mis hijos piensen en la vida cristiana como un conjunto de creencias y asistencia a servicios formales. Quiero que vean que afecta a toda nuestra vida. Compartir nuestro hogar y nuestras vidas ha servido para discipular a mis hijas y convertirlas en discipuladoras. Ellas ven, de cerca, los estragos de las vidas arruinadas por decisiones malas e impías. Ven, de cerca, cómo funciona el costoso discipulado cristiano. Desafían a la gente en nuestra mesa sobre sus pecados. Se enfrentan a su propio juicio. Ven el desorden de la vida y los fracasos cuando la gente se descarría. Ven la realidad de la vida cristiana y no sólo la versión aséptica del domingo. Sienten el dolor de un invitado o miembro de la familia que vuelve al pecado sin ninguna razón lógica. Ellos también aprenden que un día lo serán y tendrán que transmitirlo. Hace poco salí a comer con Miriam y nuestras hijas. Sólo nosotros cuatro. «Esto es bonito, papá», dijo una de ellas. «Sólo nosotras, juntas», remata la otra, «Sí, pero me encanta la locura de nuestra casa. Un día espero tener un hogar así. Donde la gente triste pueda entrar y sentirse parte de la familia». La otra se lo pensó un segundo: «Yo también». Nuestras casas no son nuestras. Nuestras vidas no son nuestras. ¿Cuándo nos vamos a dar cuenta de esto? ¿Qué dijo Jesús que ganaríamos si lo dejáramos todo por Él? La gente necesita oír hablar del amor de Jesús y necesita experimentar la vida del amor de Jesús. Hay una escena extraordinariamente conmovedora al final de la película «La lista de Schindler», cuando Schindler se da cuenta de que ha llegado el final de la guerra. Y está desesperadamente triste por no haber hecho más por los judíos. No vendió más. No cambió su reloj para salvar una vida más. Me pregunto si muchos de nosotros sentiremos lo mismo cuando llegue el final de la vida. Cuando nos demos cuenta de la insignificancia de lo que dejamos atrás, de la gloria de aquello en lo que entramos, y del terror que espera a los perdidos. Me pregunto si sentiremos algo más que un atisbo de arrepentimiento por haber podido hacer más con lo que teníamos durante nuestro breve tiempo en la tierra. La pregunta no es: «¿Cómo podemos hacer estas cosas?». Sino: «¿Cómo podemos no hacerlo?». Si esta vida no es todo lo que hay, entonces nuestras cosas deberían tener realmente poco sentido. Si esto del cristianismo es cierto, entonces quizá deberíamos aferrarnos a nuestras riquezas con menos fuerza de la que lo hacemos. Compartir nuestras vidas y hogares no debería ser sólo un «modelo» que seguimos. Debería ser lo que somos. Debería ser lo que hacemos. Tú eres la mancha ahora, tú la traes y debes compartirla con otros. Este artículo se publicó originalmente en inglés en https://20schemesequip.com/why-you-should-let-complete-strangers-stay-in-your-home/