Cuando hablamos de la patrística o los padres de la iglesia debemos entender que estos fueron escritores eclesiásticos falibles que buscaron honrar las enseñanzas de los apóstoles dadas en las Escrituras. Aunque se puede evidenciar una variedad de escuelas de interpretación entre los padres, una cosa se puede corroborar: “Respecto al estudio de la Biblia, los padres son primero y esencialmente comentadores de las Escrituras, a la que defienden siempre como divina, inspirada, y normativa en doctrina y práctica”.[1] Así que, los buenos padres o “los santos padres” (título que recibieron posteriormente) no eran aquellos que estaban sobre, encima o separados de las Escrituras, sino aquellos que eran testigos auténticos de la fe y la doctrina encontrada en las Palabra de Dios. Ellos no tienen autoridad fuera de las Escrituras. Entender a los padres es entender la doctrina bíblica. Si la doctrina bíblica tiene que ver con la manera apropiada de relacionarnos con Dios, entonces una de las tareas de la teología histórica es observar los muchos siglos de historia eclesiástica y enumerar pecados que asedian al alma—el orgullo encabeza la lista de siete pecados más graves.[2] El pecado de orgullo es siempre condenado y aborrecible en la Biblia (Proverbios 6:16-17; 8:13). El soberbio y orgulloso no busca a Dios (Salmos 10:4) pues en su corazón cree que no necesita a Dios y, aún peor, siente que por su grandeza debe ser aceptado por Dios. Ese fue el pecado de Satanás cuando fue echado del cielo (Isaías 14:12-15). Se sentía tan grande que quería reemplazar a Dios y terminó con una condenación eterna. Lo grotesco del orgullo es que le quita la gloria a Dios por lo que Dios ha hecho atribuyéndose así mismo la gloria que solamente le pertenece al Creador (1 Corintios 4:7). El orgullo, en esencia, es no reconocer y adorar a Dios sino adorarse a uno mismo—auto adoración. El orgullo que reúsa depender de Dios y someterse a Él figura en la teología bíblica como la raíz y la esencia del pecado mismo. Dios no salva a alguien orgulloso que cree no tener necesidad de la misma salvación. Por esta razón, la Biblia dice: “Abominación es a Jehová todo altivo de corazón; ciertamente no quedará impune” (Proverbios 16:5).

Clemente de Roma

A pesar que en el mundo greco-romano no se consideraba la humidad como una cualidad a perseguir, los cristianos sí la veían como una virtud necesaria.[3] Por eso los padres de la iglesia reflejaron esta actitud condenatoria en contra del orgullo. Por ejemplo, a finales del primer siglo, Clemente de Roma, un predominante obispo romano escribió una carta de parte de la iglesia de Roma a la iglesia de Corinto conocida como 1 Carta de Clemente a los Corintios. Esta carta fue escrita después de la persecución de Domiciano aproximadamente en el año 96 d. C. En ella, el autor tiene como intención sanar divisiones internas dentro de la iglesia de Corinto y provee una serie de exhortaciones en contra de la soberbia. Clemente escribe: “Seamos, pues, humildes, poniendo a un lado toda arrogancia y engreimiento, y locura e ira, y hagamos lo que está escrito” citando una serie de pasajes tanto del Antiguo como del Nuevo Testamento” (1 Cl, 13).[4] Más adelante exhorta a los hermanos diciendo, “seamos obedientes a Dios, en vez de seguir a los que, arrogantes y díscolos, se han puesto a sí mismos como caudillos en una contienda de celos abominables. Porque nos acarrearemos, no un daño corriente, sino más bien un gran peligro si nos entregamos de modo temerario a los propósitos de los hombres que se lanzan a contiendas y divisiones, apartándonos de lo que es recto” (1 Cl. 14).[5] Al introducir el ejemplo de Cristo, Clemente dice: “Cristo está con los que son humildes de corazón y no con los que se exaltan a sí mismos por encima de la grey. El cetro [de la majestad] de Dios, a saber, nuestro Señor Jesucristo, no vino en la pompa de arrogancia o de orgullo, aunque podría haberlo hecho, sino en humildad de corazón, según el Espíritu Santo habló” citando Isaías 53:1-12.[6] No hay duda que lo contrario del orgullo es la humildad que es una dependencia completa de Dios y un respeto beneficial por el prójimo.

Juan Crisóstomo

Juan Crisóstomo, uno de mis favoritos padres de la iglesia, en su tono pastoral se dirige a la iglesia de Antioquia a finales del año 386 d. C. en una homilía titulada: “En cuanto a la humildad de mente” basada en Filipenses 1:18. Aquí, él argumenta en contra de la errónea noción que dice: “no importan los motivos, lo que importa es predicar a Cristo”. Su interés es explicar la frase del pasaje bíblico, “por pretexto o por verdad, Cristo es anunciado” (Filipenses 1:18). En sus comentarios preliminares, Crisóstomo se pregunta: “¿quién es peor que un fariseo?” quien hipócritamente busca cómo esconder sus tenebrosos motivos atrás de sus “buenas obras”. De entrada, en su homilía, Crisóstomo le llama a la soberbia “la madre de todos los males—vanagloria y orgullo”.[7] Para Crisóstomo, la humildad de mente es tan fundamental para la vida cristiana que él dice que cualquier superestructura que pudiéramos edificar —sea el dar, el orar o ministrar— depende de la humildad de mente. Él escribe: “a no ser que primero se haya echado el fundamento [la humildad], todo será edificado sin propósito y en vano; y caerá fácilmente, como aquella casa que fue edificada en la arena”.[8] Dentro de este rico preámbulo, Crisóstomo explica que “pretexto” no significa ignorar nuestros motivos de predicar el evangelio. Es cierto que la gente no se salva por nuestros motivos, sino por la predicación del evangelio. Sin embargo, sin los motivos correctos —la humildad— nadie terminará bien.[9] El asunto aquí no es la salvación de los hombres sino nuestra propia alma. Crisóstomo ayuda a sus lectores a entender que la evidencia interna de la carta a los Filipenses tiene que ver con la humildad. En ella Pablo resalta el ejemplo humilde de Cristo, Pablo, Timoteo y Epafrodito quienes adoptaron la actitud humilde del Maestro. Crisóstomo insiste: “considerémonos nosotros mismos los últimos de todos, sabiendo que por el orgullo puede ser echado de los cielos mismos aquel que no atiende”,[10] pues “cuánta ganancia hay en la humildad de mente, y cuánta destrucción hay en el orgullo”.[11]

Las comidas fraternales y los vestidos

Las primeras comunidades cristianas acostumbraban celebrar una comida fraternal a la que llamaban ágape. De semana a semana los creyentes celebraban estos compañerismos precedidos de oraciones, lecturas bíblicas y alabanzas que fomentaban la comunión de los santos. Los historiadores nos dicen que “cuando en el siglo IV el cristianismo fue declarado religión permitida, muchos hombres y mujeres se introdujeron en las iglesias sin haber experimentado una conversión verdadera”. Por el pecado del hombre, estos ágapes se convirtieron en glotonerías y abusos impertinentes al “punto que en el Concilio de Trulano de 692 tuvo que prohibirse que se celebrara en las iglesias ningún tipo de comida más allá de la conmemoración de la Santa Cena”.[12] El orgullo del hombre realmente tiende a corromper aun las cosas más nobles y beneficiosas para los hombres. El orgulloso realmente es destructible mirando lo suyo propio y no lo de los demás; pero en cambio el creyente verdadero hace todo para la gloria de Dios y el beneficio de sus hermanos. La moda de usar trajes bordados posterior a la época de Constantino era increíblemente extravagante. En las ciudades grandes del imperio romano, las gentes extravagantes llevaban “vestidos vistosos con bordados de oro y plata, representando escena de caza y de fieras”. Se dice que los cristianos piadosos o los que querían parecerlo, “reemplazaban aquellas escenas por otras del Nuevo Testamento, como las bodas de Caná, la curación del paralítico o del ciego de nacimiento, de María Magdalena besando los pies de Jesús, la resurrección de Lázaro, etc.”. Estos eran “extravagantes, pero bíblicos” lo cual es una contradicción en términos. Ante estas costumbres desagradables, el obispo Asterio exhortaba a sus feligreses diciendo: “En vez de llevar en vuestros vestidos la imagen del paralítico, mejor sería que buscarais a los verdaderos enfermos y procurarais aliviarles; en vez de contentaros con llevar sobre vosotros unos bordados representando a un penitente de rodillas, sería mejor que os humillarais y que os arrepintierais de vuestros pecados”.[13] Estos, como dice Pablo, “tendrán apariencia de piedad, pero negaran la eficacia de ella; a estos evita”. La razón de evitar a estos hombres con apariencia de piedad es porque son hombres corruptos de entendimiento, “amadores de sí mismos” y “soberbios” (2 Timoteo 3:1-8).

El remedio para el orgullo

¿Cuál es el remedio para el orgullo? Si creemos que la esencia del orgullo es el egoísmo, entontes el remedio para el orgullo es pensar más en Dios y pensar más en otros; y pensar menos en nosotros. Nosotros debemos de vernos como mayordomos, siervos bendecidos con dones varios para servir a otros y glorificar a Dios con todo lo que Él nos ha dado.[14] Conscientemente debemos de vernos como siervos, considerando a nuestro prójimo como superior a nosotros mismos, imitando la humildad de Cristo, quien siendo Rey majestuoso vino a este mundo para servir y dar Su vida en rescate por muchos (Mateo 20:28; Filipenses 2:1-11; Isaías 53:1-12). Por tanto, si quieres tratar con tu orgullo, sirve, y hazlo incondicionalmente para la gloria de Dios. La humildad está en el centro del carácter de Cristo, una actitud que la comunidad cristiana debe siempre mantener delante de Dios y delante de los hombres. [1] Alonso Ropero, Obras de los Padres Apostólicos (Barcelona, España: Editorial Clie, 2018), 21. [2] James Stalker, The Seven Deadly Sins [Los siete pecados capitales] (London: Hodder and Stoughton, 1901), 2. [3] T. J. Jenney, “Humility,” ed. David Noel Freedman, Allen C. Myers, and Astrid B. Beck, Eerdmans Dictionary of the Bible [Diccionario de la Biblia Eerdmans](Grand Rapids, MI: W.B. Eerdmans, 2000), 617. [4] Alonso Ropero, Obras de los Padres Apostólicos, 122. [5] Ibíd. [6] Ibíd. [7] John Chrysostom, “Concerning Lowliness of Mind” [“En cuanto a la humildad de mente”] en Saint Chrysostom: On the Priesthood, Ascetic Treatises, Select Homilies and Letters, Homilies on the Statues [San Crisóstomo: Sobre el sacerdocio, Los tradados ascéticos, Homilías selectas y Cartas, Homilías sobre las estátuas] ed. Philip Schaff, trad. R. Blackburn, vol. 9, A Select Library of the Nicene and Post-Nicene Fathers of the Christian Church, First Series [Una biblioteca selecta de los padres nicenos y post-nicenos de la iglesia cristiana, primeras series] (New York: Christian Literature Company, 1889), 147. [8] John Chrysostom, “Concerning Lowliness of Mind,” 148. [9] John Chrysostom, “Concerning Lowliness of Mind,” 152. [10] John Chrysostom, “Concerning Lowliness of Mind,” 148. [11] John Chrysostom, “Concerning Lowliness of Mind,” 147-148. [12] Sonia Martínez, 100 Ilustraciones Sobre La Historia de La Iglesia, ed. Tony Segar and David Vela (Bellingham, WA: Tesoro Bíblico Editorial, 2017), artículo 60. [13] E. Backhouse y C. Tylor, Historia de la iglesia primitiva: desde el siglo I hasta la muerte de Constantino, trad. Francisco Albricias (Barcelona, España: Editorial CLIE, 2004), 400. [14] James Stalker, The Seven Deadly Sins [Los siete pecados capitales] (London: Hodder and Stoughton, 1901), 17-20.

Roberto Sanchez

Roberto Sánchez (M.Div., The Master’s Seminary; Th.M., Golden Gate Baptist Theological Seminary; D.Min., Southern Baptist Theological Seminary) es decano de estudiantes de educación en español y profesor asistente de ministerio pastoral de The Master’s Seminary. Además, sirve como pastor-maestro de la Iglesia Bíblica Berea en North Hollywood, California. Él es uno de los autores de «La hermenéutica de Cristo» y de «En ti confiaré». Roberto está casado con Enza y tienen tres hijos: Jacklyn Nicole, Karen Alessia y Roberto Paolo.

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